Cuatro años. Difícil saber si cuatro años ya o si apenas cuatro años. Cuatro años y un largo duelo que no pudo comenzar hasta varios años después de su muerte, después de que aquellxs a los que la justicia estimó tener que castigar directamente por el accidente que le costó la vida a Zoé terminaran las penas de cárcel que les asignaron, después de que aquellxs que quedaron fuera de la cárcel dejaran de ser escuchadxs, fichadxs, fotografiadxs, grabadxs, intimidadxs. En cualquier caso, se acabó esta historia. Después de que aquellxs que piensan que ver morir a una amiga no es suficiente, se hayan saciado con nuestro dolor, se hayan cebado con nuestra tristeza, se hayan quedado con la tripa llena y la cabeza alta, orgullosos de haber restablecido el orden y la justicia. Éste orden y ésta justicia que han tenido a nuestras amistades y nuestros amores, y que intenta destruirlos, porque son entre otras, de donde nacen nuestros deseos y nuestras posibilidades de crear un marco mejor en el que poder crecer y desarrollarse. Sin pasión, la teoría no son más que palabras muertas. Y el cinismo no tiene nada de revolucionario.
Zoé no es una mártir de “la causa”. Ella no murió por una ideología, por el pueblo, o por “la revolución”. Zoé murió por ser libre, o por quererlo ser. Murió por ser amorosa, amiga, apañada, feminista, viajera, dinámica, inteligente, radical, generosa… Zoé murió por ser quien era. Una que no quería sufrir más o soportar ésta existencia gris, y que actuaba en consecuencia, por ella y por los demás. Una que nunca se quiso adaptar a un mundo que la horrorizaba, y para la que indignarse por ello no era suficiente. Zoé no fue una heroína, solamente una que tomó decisiones. La decisión de negarse, de resistir, de no quedarse indiferente ante lo que la rodeaba y cómo la rodeaba, la de no dejarse absorber por la tranquila descomposición de la cotidianeidad, la de no querer quedarse en la ventana echando pestes contra aquellas y aquellos cuyos intentos de hacer el mundo radicalmente mejor fueron desgraciadamente suspendidos. Éstas son decisiones que ella y otrxs han pagado caro, aquí como en otros lugares, tanto ayer como hoy.
Fue una tormenta de tristeza y de cólera la que se desplegó en los días y las semanas que siguieron a la muerte de Zoé. La tristeza de haber perdido a una amiga, la cólera de no poder estar tristes, de no tener tregua. Una cólera dirigida contra aquellos que hacen sus negocios sobre nuestrxs muertxs y nuestros sufrimientos, contra ésta necrofagia elevada al rango de modelo de sociedad. Sí, ésta tristeza y ésta cólera hicieron estragos, pero el desastre hubiera sido más grande si nos hubiéramos acostumbrado a él, si los fantasmas de la lucha borraran la sinceridad del combate que continúa, si los sentimientos y los afectos fueran relegados a los limbos de la ideología. Fuimos alcanzados profundamente porque fuimos tocados por la gente.
Una parte de nosotros fue devorada, y el monstruo siempre tiene hambre, y siempre quiere más. Pero hay que extirpar la memoria de sus mandíbulas, arrebatárselas, para no olvidar. No para erigir pedestales, pues la muerte no tiene nada de glorioso, sino para evitar que se traguen a su paso las pasiones y el amor por la libertad que animaban a Zoé.
Han pasado cuatro años, pero ha caído poco agua bajo sus puentes. Y éste agua no tiene que perderse, pues nuestras vidas, nuestrxs muertxs, nuestras luchas se pierden con ella.
Por un mundo sin cárcel ni fronteras.
Por una vida libre y difícil, hacia una existencia sin explotación, ni dominación.
Solidaridad con todxs aquellxs, presxs o no, que cada día luchan con todos los medios necesarios contra lo que los destruye.
Un recuerdo para Mauricio Morales, muerto en Santiago de Chile ese mismo mes de mayo de 2009, para su gente cercana y todxs aquellxs que tuvieron que pasar el Caso Bombas allí, y cuyas historias resonaron en cierto número de cabezas aquí.
Por Zoé.