En el presente trabajo intentaremos destacar la especificidad teórica del anarquismo clásico para, desde allí, analizar cómo ésta se manifiesta en lo que hoy hemos denominado anarquismo post-clásico. Asumamos, en este momento, que el anarco-sindicalismo ha sido –al menos para los sindicalistas anarquistas– la expresión más genuina de la lucha de clases en un estado pretendidamente depurado de “impurezas”, de mediaciones y de representaciones de tipo político. Situémonos ahora en el momento en que tales ideas se encuentran en vías de maduración y, recordemos que las mismas no resultaron ser una proyección automática de una posición social dada sino una opción entre otras: el municipio libre, las asambleas llamadas soviets, el grupo anarquista, la comunidad experimental y aún las cooperativas.[1]
Aceptemos, naturalmente, que cualquiera de esas opciones también puede ser considerada como expresiva de la lucha de clases, aunque ahora habrá que admitir que lo será no directamente sino a través de mediaciones conscientes ejercidas por individuos y grupos que le otorgan al hecho social básico sus propias refracciones teóricas y sus propias marcas de actuación. Sin embargo, si lo anterior es efectivamente así, sólo cabrá concluir que las diferencias que separan a tales prácticas del anarco-sindicalismo son diferencias básicamente de grado, por cuanto éste tampoco es un mero reflejo de la situación de clase, aunque esté indudablemente más cerca de ésta que las restantes expresiones alternativas. Pero si lo está, curiosamente, esto obedece a que la lógica de la organicidad sindical está estrechamente vinculada a la lógica de organicidad del capital y a sus modalidades de despliegue; y aun cuando no la reproduzca totalmente, y conserve todos los grados de libertad que le sean posibles, ésa seguirá siendo su plataforma de lanzamiento. Por eso es que la huelga constituye su arma preferida y de mayor frecuencia de uso y por eso es que ésta se reduce –políticamente en relación con el poder y jurídicamente en relación con la propiedad– a la lucha por el control o la gestión de las decisiones productivas.[2]
El problema, de alguna manera, parece estar situado en torno a la definición misma de clase y a las oscuridades que rodean el manejo del término en el período de existencia unitaria de la 1ª. Internacional; un espacio neblinoso, donde se habla muchas veces indistintamente de los trabajadores, los obreros, los asalariados o los proletarios y, con frecuencia menor de la merecida, también de los artesanos; cuando no mucho más ampliamente de los oprimidos, los desposeídos o los desheredados, como forma de englobar además a los campesinos pobres y a esa categoría incomprensible despectivamente denominada “lumpenproletariado”. En este terreno, como en muchos otros, es preciso reconocer que el movimiento anarquista en sus comienzos –una vez relegado Proudhon a un segundo plano–[3] ubicó su teorización a la retaguardia del pensamiento marxista[4]; se acomodó, aunque no siempre con agrado, a su agenda teórica y adoptó sin muchos miramientos una conceptualización que, como veremos más adelante, no le sería luego del todo funcional y mucho menos coherente. Pero el propio marxismo no estuvo, durante este período, exonerado de imprecisiones a diestra y siniestra[5], que nos permiten encontrar incontables afirmaciones descuidadas y panfletarias, como aquellas sobre las que versa el Manifiesto Comunista y las restrictivas consideraciones que sitúan la conformación de las clases en torno a la producción y la apropiación de plus-valía.[6] Sea como sea, lo cierto es que, a impulsos de la teorización marxista se constituyó cierto saber entendido en cuanto al problema de la formación de las clases, situándose básicamente ésta –en lo que al proletariado se refiere– en torno a la categoría de explotación y al consiguiente saqueo de la plus-valía correspondiente. En términos más generales, se admitía que el espectro de clases de una sociedad resultaba de los diferentes tipos de relación existentes entre éstas y los medios de producción.
La clase era, entonces, el producto de cierta situación social común, conformada esencialmente a partir de los contenidos económicos de la misma; lo cual articulaba coherentemente con la cosmovisión marxista. Además, dicha conceptualización parecía reunir los requisitos epistemológicos mínimos, al menos para una época tan profundamente marcada por el paradigma de la mecánica newtoniana como horizonte y límite de toda modelización con pretensión científica. Pero el problema era que el marxismo pretendía ser bastante más que una radiografía de la sociedad; su aspiración básica consistió en ser una teoría del cambio social, una teoría de la revolución, una teoría de la lucha de clases y, a través suyo, de la historia toda. Siendo así, las observaciones más elementales apuntaban a la constatación de que ya no era la clase como situación social expresada en términos de máxima abstracción la que entraba en acción sino un segmento determinado que había resuelto traducir sus puntos de partida en vocación de lucha y apuesta por el futuro. El problema del marxismo residió, precisamente, en que no pudo captar las diferencias y centró sus análisis de la lucha de clases más en las clases que en la lucha, suponiendo ingenuamente que la una era la consecuencia directa de la otra y que sólo se trataba de distinguir –en clave hegeliana pero a manera de trabalenguas sociologizante– a la clase en sí de la clase para sí. Marx apoyaba sus elaboraciones en la convicción de que la existencia determinaba la conciencia,[7] pero se olvidó de indagar el hecho, para nosotros evidente, de que ninguna existencia real es reducible ni expresable en términos de su relación –ya no sólo predominante sino además excluyente– con categorías conceptuales abstractas como la producción y la apropiación de plus-valía. De tal modo, la teoría marxista –y muchas veces por extensión el anarquismo, particularmente el anarco-sindicalismo– quedó atrapada en sus propias insuficiencias conceptuales para recorrer el camino que iba desde la definición estructural y cientificista de las clases hasta las revueltas históricas concretas. Pero no seríamos completamente justos si no dejáramos constancia de que esto parece haber sido advertido por el propio Marx, lo que le obligó a dejar momentáneamente de lado los corsés de su teorización para inclinarse concretamente sobre los problemas que planteaban los movimientos históricos reales. [8]
En términos cientificistas y estructuralistas, el arco de coherencia marxista fue realmente implacable: la existencia determinaba la conciencia y la única existencia medianamente interesante era aquella definida por la situación económica de clase; el empuje progresista de la burguesía conllevaría el desarrollo de las fuerzas productivas y, por lo tanto, del propio proletariado; en cierto momento, las relaciones de producción opondrían un muro de contención a ese desarrollo; entonces, y como por arte de magia, estarían dadas las condiciones materiales para el advenimiento del socialismo, precedido de una revolución obrera capaz de desplazar a la burguesía en el timón del Estado y de modificar definitivamente las relaciones de dominación política de algunos países dados que, en concordancia con lo medular del esquema, no podían ser otros que Inglaterra y Alemania, precisamente las sociedades que presentaban una maduración plena de las fuerzas productivas. Los restantes países, mientras tanto, tendrían que esperar el decurso histórico que los aproximara a las circunstancias que Inglaterra y Alemania ya ostentaban en tiempos de la 1ª. Internacional. Por esa razón, el protagonismo que el marxismo asignaba al proletariado estaba asociado con su condición de “clase en ascenso”, de clase representativa de las formas de producción tecnológicamente más avanzadas de la época; que no eran otras que las de la gran industria, el gen en que ineludiblemente habría de sentar sus reales la vanguardia revolucionaria. En este marco, Marx y Engels encuadraron tanto los acontecimientos históricos de su tiempo como los del porvenir inmediato y, por lo tanto, lo fundamental de su producción intelectual estuvo más orientado a destacar los componentes estructurales de la situación de clase que la lucha de clases en sí: las experiencias de lucha y la conciencia que en ellas se desarrollaba fueron efectivamente objeto de atención, pero de una atención subalterna con respecto al núcleo de la teoría general.
Tan fue así que Marx transformó permanentemente en blanco de sus ironías y sus burlas a todos los oponentes del campo socialista que se atrevieron a proyectar sobre los trabajadores, sus movimientos y sus luchas, una mirada diferente. El desarrollo de la gran industria –y, con ella, el de la clase obrera que allí se gestaba– era la única expectativa revolucionaria realmente seria, mientras que el resto de las visiones estaban llamadas a confundirse con las banalidades del cristianismo, las chabacanerías del humanitarismo o los delirios utópicos del falansterio. Dentro de la concepción materialista de la historia no había lugar para sensiblerías y las elucubraciones sobre el problema de la conciencia o sobre los criterios de justicia a aplicar en tal o cual situación no resultaban ser más que compromisos ancestrales heredados del idealismo o, en el mejor de los casos, una agenda anticipada para los tiempos en que el “reino de la libertad” sustituyera al “reino de la necesidad”. Fue por eso que Marx jamás llegó a incorporar a la teoría, en forma responsable y oportuna, ningún problema social que no tuviera una articulación coherente con su concepción central de la historia y con su visión “materialista” de las clases sociales. Esto explica su profundo despiste sobre la penetración del colonialismo británico en Asia o su justificación de la anexión por parte de Estados Unidos de los territorios de California, Texas y Nuevo México. Asimismo, valdría la pena preguntarse quiénes serían los “aliados tácticos” de esta perla de su pensamiento: “La prohibición general del trabajo infantil es incompatible con la existencia de la gran industria y, por tanto, un piadoso deseo, pero nada más. El poner en práctica esta prohibición –suponiendo que fuese factible– sería reaccionario, ya que reglamentada severamente la jornada de trabajo según las distintas edades y aplicando las demás medidas preventivas para la protección de los niños, la combinación del trabajo productivo con la enseñanza desde una edad temprana es uno de los más potentes medios de transformación de la sociedad actual”.[9]
En este contexto teórico, Marx y Engels no estuvieron en condiciones de apreciar la distancia y los tortuosos recorridos existentes entre la situación de clase y los antagonismos, enfrentamientos, conflictos, luchas y beligerancias que se planteaban en el terreno de las relaciones políticas de dominación propias de una sociedad dada. Tales procesos, siempre que evidenciaran algún inesperado “desfasaje”, eran interpretados casi como caprichos de la realidad y de la historia, meros episodios que sólo podían asimilarse –a la corta o a la larga– a la contradicción mayor y determinante que se planteaba entre la burguesía y el proletariado, a la que más temprano que tarde habrían de asimilarse las clases secundarias así como todos y cada uno de los elementos más remolones de las dos clases principales. Esa visión de las clases como entidades unitarias e indivisibles, y sobre todo la necesidad de que las mismas se correspondieran más o menos exactamente con sus expresiones políticas, demoró considerablemente la distinción entre organizaciones sindicales y partidarias. Para Marx y Engels fue totalmente incomprensible –al menos hasta el momento de la ruptura en el Congreso de La Haya de 1872– que la propia Asociación Internacional de Trabajadores no se pensara a sí misma como el partido de clase que ellos creyeron estar construyendo durante ese tiempo.[10] A la política –tanto como al derecho, a la religión, a la moral, a la filosofía y en algún momento también a la ciencia, al arte, a las costumbres sexuales y a los hábitos culinarios– sólo podía arribarse, al menos en términos que tuvieran algún sentido histórico y valieran realmente la pena, a partir de una situación de clase estructuralmente definida por las relaciones de producción y el desarrollo de las fuerzas productivas, que ya se encargarían de “determinar en última instancia” cualquier aspecto concebible de la vida en sociedad. Así, la conclusión inevitable de esta “determinación en última instancia” no podía ser otra, traducida a los términos de la construcción socialista, que la socialización de los medios de producción como clave de bóveda; lo cual, en algún momento, haría innecesario al propio Estado y conllevaría su inevitable “extinción”.
El marxismo de base estructuralista –que, sin dudas, fue el grueso del tronco marxista y el que comandó las experiencias del “socialismo realmente existente”– se planteó, en clave ideológica, como opuesto a las condiciones constatables de vida y a la experiencia histórica concreta; anulando, disolviendo, deformando o minimizando todo lo que no encajara en forma coherente con su esquema básico de funcionamiento de la sociedad y de la historia.[11] Una lógica de conjuntos teóricamente administrada forzó unidades allí donde sólo había diversidad, confiriéndole un valor ontológico que desbordaba sobremanera su existencia histórica específica. Incluso, cuando las exigencias teóricas de un tiempo que ya no era el de su alumbramiento llevaron al marxismo estructuralista a una sofisticación de sus planteamientos que apuntaba a incorporar las carencias más notorias y a resolver los errores más evidentes, esto no pasó de ser un barroquismo modernizador que se mostró incapaz de revolverse contra sus bases fundacionales y sus esquemas de origen.[12] Porque, en definitiva, al marxismo decimonónico también le corresponden “las generales de la ley” y mal se le puede reclamar a una teoría aquello que su época no ha puesto todavía en condiciones de producir: el contexto cultural e ideológico, el humus conceptual, la disponibilidad de procedimientos y las formas de hacer ciencia o de generar pensamiento social existentes en tiempos de Marx y Engels no fueron los mismos que los de un siglo XX que luego vio pasar ante sus ojos la física cuántica y a las matemáticas no lineales, a la antropología cultural y al psicoanálisis, al pensamiento borroso y a la teoría del caos, a la semiótica y al post-estructuralismo o, en otro orden distinto, a la revolución rusa, la formación del bloque soviético y el desplome del “socialismo real”.
Pero hay un aspecto que, desde el punto de vista teórico, es aún más importante y que no hemos siquiera insinuado todavía. En la concepción marxista, la clase constituye un contenido absoluto y, en esa medida, condiciona las configuraciones políticas o las dota –en condiciones de igualdad formal– de un sentido distinto, según cuál sea la clase que ejerza efectivamente el poder. Para Bakunin, en cambio, las configuraciones políticas –suponiendo que sólo quepa considerarlas como tales– generan sus propios condicionamientos e instituyen una esfera relativamente autónoma y relativamente prescindente de la clase que ejerza titularidad en ellas. Cuando Bakunin sostiene que el más humilde de los obreros, sentado en el trono del zar de todas las Rusias, se transformaría en un breve tiempo en un gobernante tan cruel y tiránico como el propio zar,[13] está sosteniendo de hecho que las formas del poder político gozan también de la facultad de crear clases sociales cuya distinción no guardará ahora relación con la propiedad de los medios de producción sino con la facultad de ejercer algún tipo de dominación. Y no se tratará tan sólo de una metáfora aguda ni de una profecía sin sentido: bajo esta concepción se cobijan las razones por las cuales se escindirá la Asociación Internacional de Trabajadores, se insinúan los primeros diseños de una teoría de la burocracia y se anticipan los derroteros que algunas décadas después seguirán las experiencias socialistas de inspiración marxista. Casi cien años más tarde, con la arrogancia que lo caracterizaba y una olímpica ignorancia de la época, el filósofo marxista Louis Althusser sentenciará una vez más: «Transformar el mundo no es explorar la luna. Es hacer la revolución y construir el socialismo, sin regresar hacia el capitalismo. El resto, incluida la luna, nos será dado por añadidura».[14] Hoy, luego de las azarosas realidades que el socialismo marxista se encargó de confirmar, al tiempo que llovía sobre mojado, rendía tributo al anticipo bakuninista y “regresaba” al capitalismo sin pena ni gloria, parece claro que ha llegado el momento de revisar cosas de tanta relevancia como la teoría de la construcción socialista, la teoría de las clases y, por supuesto, también la exploración y la conquista de la “luna”, que no nos será dada de casualidad ni meramente por añadidura.
Si intentáramos ahora un reordenamiento y un resumen de lo expuesto habría que decir que el discurso del anarquismo clásico se fundó efectivamente sobre una concepción de la lucha de clases centrada en la oposición entre la burguesía y el proletariado, careciendo de una elaboración teórica afinada en tal sentido y, por tanto, mostrándose dependiente de los contenidos y los ritmos que en la materia impusieron Marx, Engels y sus seguidores. Sin embargo, esto no implica que el anarquismo clásico no contara con una mirada propia sobre el tema y con elementos más que suficientes para distinciones que no dejan mucho lugar a dudas. En primer lugar, el movimiento anarquista no asignó papeles históricos a la clase obrera como reflejo del desarrollo de las fuerzas productivas sino a partir de su rol constructivo en el establecimiento de una sociedad comunista, basándose en criterios de solidaridad y justicia distributiva y, por lo tanto, abriendo el espectro de sectores laborales protagónicos sin vanguardismos excluyentes o anticipaciones hegemonistas. En segundo término, el movimiento anarquista no entendió que entre una situación social común y el papel jugado en las luchas contra las estructuras de dominación hubiera un camino previamente determinado, inexorable y continuo, sino que tal recorrido debía estar necesariamente mediado por la conciencia, por la auto-organización, por la voluntad y por la preparación del enfrentamiento. Por último, el movimiento anarquista encontró su más fuerte especificidad teórica en el supuesto de que la propiedad o, genéricamente, la relación con los medios de producción, no era el único y excluyente factor de formación de clases, sino que las propias instancias de dominación –y el Estado muy particularmente– eran también mecanismos generadores de grupos sociales a los que, al menos, cabría reputar de privilegiados. Nada de esto fue objeto en su momento de una sistematización y una profundización teóricas; no obstante, constituyen una herencia fuerte y suficiente desde la cual trabajar; sobre todo, luego de un recorrido histórico que, en principio, no parece haber hecho otra cosa que confirmar la tonicidad de aquella originalidad y obligarnos hoy a especificarla aún más, actualizarla e inscribirla en el marco post-clásico en el que creemos encontrarnos. Pero antes, tendríamos que saldar algunas cuentas postergadas y abocarnos a la elaboración de un balance histórico, objetivo y riguroso, que nos permita soltar amarras y abandonar la confusión que hoy nos arroja a la inútil selección entre inercia e inmovilismo.
Gustavo Rodríguez San Luis Potosí A 26 de junio 2011
[1] Véase, Max Nettlau, La anarquía a través de los tiempos, págs. 105 y 106. Ediciones Júcar, Madrid, 1978. Debe tenerse imperativamente presente que traer a colación ahora las posiciones de Nettlau no pretende más que facilitar una ubicación de época, pero de ningún modo sostener que éstas sean las alternativas que se nos presentan en la presente circunstancia histórica.
[2] No obstante, no podemos olvidar otras interpretaciones de la expresión programática de esta lucha por la gestión de las decisiones productivas. Para Buenaventura Durruti no es otra que la expropiación y lo manifestaba con palabras ejemplares: “La Federación Anarquista Ibérica patrocina el atraco colectivo, expresión de la revolución expropiadora. Ir a por lo que nos pertenece. Tomar las minas, los campos, los medios de transporte y las fábricas, porque nos pertenecen. Esto es la base de la vida. De aquí saldrá nuestra felicidad, no del Parlamento” (subrayados nuestros). Cit. en Abel Paz, Durruti, pág. 268; Editorial Bruguera, Barcelona, 1978.
[3] No es posible en este trabajo sopesar el papel de Pierre Joseph Proudhon en las polémicas de la Asociación Internacional de Trabajadores. Su influencia sobre Bakunin es indiscutible, pero no carente de ciertas ambigüedades. El peso específico de las ideas proudhonianas sobre los trabajadores internacionalistas franceses está también fuera de duda. Sin embargo, las propias inconsecuencias de Proudhon hicieron que su incidencia sobre el movimiento obrero europeo fuera declinante entre un momento de auge que correspondería situar a nivel de su Premier Memoire –que mereciera el rendido homenaje del propio Marx– y sus posteriores incursiones en el tema de las clases. Cf., de Proudhon, ¿Qué es la propiedad?; Editorial Proyección, Buenos Aires, 1970 y La capacidad política de la clase obrera; Editorial Júcar, Madrid, 1977.
[4] Esta afirmación puede ser discutida hasta la saciedad, por lo que bien valdría la pena realizar algunas aclaraciones. Para empezar, es necesario ubicarse históricamente y tener en cuenta que, para las fechas que estamos hablando, el pensamiento marxista estaba produciendo ya lo que fueron sus máximas teóricas y había constituido alrededor suyo un aparato hegemónico que controlaba de hecho a la Asociación Internacional de Trabajadores. El movimiento anarquista, mientras tanto, era todavía un imperfecto mecanismo sin demasiada fuerza ni extremada conciencia de sí. Por lo tanto, sostener que ese movimiento embrionario se encontraba teóricamente en la retaguardia, en lo que respecta a la temática de la Internacional no constituye demérito alguno y, además, no implica desconocer que la elaboración bakuninista fue esencialmente autónoma y constituyó tempranamente centros de interés y líneas de construcción –la libertad, concretamente– muy poco influidos por el marxismo.
[5] Como lo está cualquier pensamiento en vías de elaboración. Además, si esto ocurre, con frecuencia mucho mayor de la que se está dispuesto a reconocer, en elaboraciones de tipo académico, con más razón todavía ocurrirá en teorizaciones que no pueden hacer mucho más sino entablar una fuerte relación con las luchas políticas, que las condicionan y les dan prioridades y nociones que generalmente no pueden ser abordados con una racionalidad integral y excluyente, una pretendida neutralidad de lenguaje y un desapasionamiento absolutamente inoportuno.
[6] Hay que decir que el barniz científico que habitualmente se le otorga al concepto de plus-valía es muy discutible. Como se sabe, el concepto adquiere sentido en el marco de la teoría del valor-trabajo y ésta hoy solamente puede ser considerada, más que en cuanto adecuada descripción de la realidad, en tanto prescripción y criterio de justicia sobre cómo la realidad debería ser finalmente ordenada.
[7] Bakunin no usa expresiones demasiado diferentes al referirse a este problema, aunque quizás puedan leerse entrelíneas algunas elucubraciones teóricas que apuntarían en otra dirección.
[8] Sin dudas, la mejor prueba de ello es La guerra civil en Francia –en Tomo I, pág. 460 y ss., de las Obras Escogidas de Karl Marx y Friedrich Engels en dos tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1955. Por otra parte, en torno a este tipo de dificultades es posible encontrar, aunque indirectamente, la clave de las diferencias entre los marxistas cuya piedra fundamental es el materialismo histórico como ciencia y quienes creen que lo es la dialéctica, pero como “método”.
[9] Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha, en Tomo II, pág. 28, de las Obras Escogidas en dos tomos; Editorial Progreso, Moscú, 1955.
[10] Se trataba, desde luego, de la proyección de la “existencia” y de su correspondiente reflejo en el plano de la “conciencia”. Eso explica, por ejemplo, que en el marco de las resoluciones adoptadas por la 1ª. Internacional en La Haya se dijera que “el proletariado no puede actuar como clase si no se constituye como partido político distinto” (cit. en Eduardo Colombo; El espacio político de la anarquía, pág. 54; Editorial Nordan-Comunidad, Montevideo, 2000). La asimilación teórica entre lo social y lo político, como se ve, tenía consecuencias prácticas evidentes y hacía ya sus correspondientes estragos. En este terreno y en lo que tiene que ver con la distinción entre organización sindical y organización de tipo “partidario” no hay duda que la práctica de Bakunin y sus compinches se anticipó notoriamente a la rezagada elucubración marxista.
[11] Como ya se ha insinuado más arriba, la presente discusión ha venido librándose sólo contra una de las dos grandes corrientes en que puede subdividirse la tradición de inspiración marxista. La otra gran corriente, que básicamente se sostiene en una lectura del marxismo no como ciencia de la sociedad y de la historia sino como una teoría crítica, descansa sobre bases diferentes y recorre un camino de elaboración que ocasionalmente presentó ciertos puntos de contacto con el anarquismo; un camino que pasa por el primer Georg Lukacs, Karl Korsch, la Escuela de Frankfurt, algunos tramos de Jean Paul Sartre, Guy Debord y, más recientemente y antes de su conversión reformista, Perry Anderson, entre muchos otros. Desde luego, nada de eso podrá ser abordado aquí, por lo que nos conformaremos con remitir al comentario de Alvin Gouldner en Los dos marxismos; Alianza Editorial, Madrid, 1983.
[12] El más sonoro intento de “barroquismo modernizador” fue el de la escuela de pensamiento inspirada por Louis Althusser. Cf. del autor su adopción del concepto freudiano de “sobredeterminación” como intento de superación de la original “determinación en última instancia” en “Contradicción y sobredeterminación”, incluído en La revolución teórica de Marx; Siglo XXI Editores, México, 1999. De inspiración althusseriana, y como abordaje que intenta rescatar la autonomía relativa de lo político y la complejidad de la estructura de clases, el trabajo más representativo es el de Nicos Poulantzas; ver., Poder político y clases sociales en el Estado capitalista; Siglo XXI Editores, México, 1985.
[13] La idea es, para nosotros, la auténtica piedra de toque que da a la concepción anarquista su especificidad. En ella se dibujan los principales elementos de ruptura con el marxismo y, por tanto, la autonomía teórica que tal vez no se desplegara hasta entonces con lujo de detalles. Siendo así, un trabajo serio de recomposición teórica debería revisar y corregir conscientemente todo cuanto había dicho Bakunin en línea con un materialismo histórico centrado en la “determinación en última instancia” de los factores económicos; una re-lectura que, desgraciadamente seguiremos debiéndonos.
[14] La frase fue pronunciada por Althusser el 23 de enero de 1968 durante su intervención en el Seminario Hegel realizado en el Colegio de Francia bajo la dirección de Jean Hyppolite.
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