ANARQUÍA PROFESIONAL Y DESARME TEÓRICO: SOBRE INSURRECCIONALISMO

POR MIGUEL AMORÓS

«Las comunidades del placer emergerán de nuestra lucha aquí y ahora.»

Alfredo Bonnano, El placer armado

Desde hace diez años más o menos, en este país existe una corriente anarquista que ha revuelto el anquilosado medio libertario y ha significado un cambio de perspectiva en cuanto al planteamiento de la acción revolucionaria. Limitando su crítica a cuestiones tácticas e ignorando todo lo demás, su aportación no ha sido cuantiosa. Las condiciones reales del momento, empezando por la ausencia de luchas importantes, la inexistencia de un movimiento obrero y un medio anarquista en decadencia, no eran las más favorables para que las propuestas insurreccionalistas de acción pudiesen romper el espectáculo pacifista de los seudomovimientos sociales que últimamente han pululado. Los sabotajes «insus» han sido contemplados por las masas inconscientes como algo ajeno y exterior, con lo que la represión ha tenido el camino fácil.

Pero pecaríamos de severos si no reconociéramos en el impulso que los ha provocado una auténtica voluntad de combate y una inteligencia mejor encaminada hacia la crítica radical de las condiciones existentes que la de otras corrientes libertarias modernas, del tipo primitivista, verde, comunalista, municipalista, etc. Eso ya es motivo suficiente para fijarse en la corriente insurreccionalista y repasar críticamente sus postulados principales.

Para empezar, el anarquismo insurreccionalista aparece muy ligado a la figura de Bonanno, su principal exponente, aun cuando Bonanno no detente ningún cargo en él, ni encabece jefaturas informales, ni represente en el movimiento más que a su persona. Cierto que sus opiniones y actos también suscitan críticas adversas y desacuerdos entre los grupos, o que hayan habido otros «teóricos» importantes como por ejemplo Constantino Cavallieri, pero su papel en la génesis de las tácticas que caracterizan el insurreccionalismo y su influencia en la mayoría son innegables. Bonanno es un veterano anarquista de dilatada experiencia y un enemigo público de la dominación a quien el Estado ha correspondido con varios procesos y encarcelamientos. Ha publicado numerosos escritos que permiten aproximarse a su pensamiento sin problemas, que por otra parte no es nada complicado ni original; por formación y carácter siempre ha tomado la menor reflexión filosófica por lo que él llama «metafísica», lo que no nos debe extrañar puesto que el verdadero Bonanno ha sido antes agitador y hombre de acción que pensador analítico y esclarecido. Nuestra intención sera la de detectar la aparición de las ideas insurreccionalistas y seguir su desarrollo acercándonos a su experiencia y trayectoria personales con la debida precaución metodológica, insistiendo en que el bonannismo no es todo insurreccionalismo.

Alfredo Maria Bonanno nació en Catania (Sicilia) en 1937, en el seno de una familia acomodada. Nada sabemos de sus primeros treinta años; sus primeros escritos que conocemos datan de 1970 y versan sobre el ateismo y la «autonomía de los núcleos productivos de base». Un escrito de 1971 habla de «contrapoder», lo que denota influencias «operaistas» que bien podían venir de Negri o de la organización maoespontaneista «Potere Operaio». El «operaismo» era una corriente crítica marxista que en los sesenta había desempeñado más o menos el mismo papel que «Socialisme ou barbarie» en Francia, llevando la renovación teórica hasta en las mismas filas libertarias. También realizó traducciones de clásicos como Rudolf Rocker o el dudoso Gastón Leval. Cuando las aguas del anarquismo italiano empezaron a agitarse como consecuencia del mayo de 1968 y de las huelgas del otoño «caliente» de 1969, nuestro personaje ya estaba bastante rodado en la ideología para posicionarse con claridad «a la izquierda» en un debate generacional. Los jóvenes libertarios no querían limitar la acción a la propaganda y el proselitismo, y deseaban participar efectivamente en las luchas reales, para contribuir «al crecimiento de la conciencia revolucionaria en las masas». La organización de las viejas glorias y sus seguidores estaba más pendiente de sus reuniones y congresos que de las propias luchas y no aspiraba sino a «sumar el mayor número de personas bajo una sigla o bandera», no tan preocupada «en atacar el Poder como en tratar de molestarlo lo menos posible a fin de seguir disponiendo de pequeñísimos espacios donde luchar o donde ilusionar con su lucha.» Era pues «un movimiento que se coloca como depositario de un patrimonio de ideas, análisis y experiencias bien precisas, pero que no tiene relación directa con las luchas» (Bonanno, «Movimiento ficticio y movimiento real»). La maraña de acuerdos y procedimientos orgánicos permitían a una pequeña burocracia de responsables paralizar cualquier iniciativa discrepante con la línea oficial, por lo que la cuestión orgánica fue el principal casus belli entre los viejos militantes inmovilistas y la nueva generación activa. La Federación Anarquista Italiana estaba organizada en base a un «pacto asociativo» redactado por el mismísimo Malatesta. En tanto que organismo «de síntesis», en ella tenían cabida los anarquistas de todas las tendencias, aunque no todas las tácticas, pues éstas eran convenientemente reconducidas en los congresos, donde «pequeños centros de poder» controlaban, juzgaban, condenaban o absolvían a las minorías. Los jóvenes defendían una estructura flexible de «grupos de afinidad», sin programa, reglamentos, o comités, ni más nexo de unión que la autonomía individual y la responsabilidad personal. Críticos con los sindicatos, promovían pequeñas organizaciones de base independientes de cualquier estructura política o sindical como por ejemplo el Movimiento Autónomo de los Ferroviarios de Turín, medio óptimo de intervención de los anarquistas en las luchas. Bonanno afirmaba: «Nosotros somos partidarios de la organización, pero la organización puede ser un problema en sí misma, aislada de la lucha; un obstáculo para acceder al combate de clase». Sin embargo la cuestión que más separaba a los viejos libertarios de los jóvenes era la de la violencia revolucionaria. En un momento en que la burguesía italiana experimentaba con el terror, el problema de la respuesta violenta, del que la lucha armada o los atentados no eran sino aspectos imposibles de ignorar. Los militantes patentados no sólo evitaban comprometerse en tales debates sino que intentaban aislar mediante calumnias y maniobras a quien insinuara su necesidad. Se había llegado a un punto en que lo que unía a los jóvenes libertarios con la FAI era mucho menos que lo que les distanciaba, así que las escisiones no se hicieron esperar. Desde 1969 se sucedieron las rupturas; hubo impacientes que se afiliaron a Lotta Continua o a Potere Operaio, mientras que otros fundaron los Grupos Anarquistas Federados y publicaron «A Rivista Anarchica», que durante años fue la tribuna de los anarquistas «alternativos». Una interesante aportación que hicieron fue la crítica de la «tecnoburocracia» y del nuevo capitalismo «gerencial», trasunto de «La Revolución de los managers», de John Burnham, de la que Bonanno tomará nota y divulgará en escritos posteriores. Una tercera corriente quedó constituida por quienes se inspiraban en la Plataforma de Archinoff y Makhno, como la ORA francesa, propugnando una organización aún más rígida y sobre todo más vanguardista, guardiana de los principios de un anarquismo tutelado.

Sin embargo, dejando aparte las escisiones, el principal problema de la FAI a partir de 1968 parece haber sido las ideas situacionistas, verdadero disolvente de las consignas estereotipadas militantes y de los tópicos anarcosindicalistas y antimarxistas que cimentaban un ideario estancado y paralizante, incapaz de realizar una crítica unitaria y radical de la nueva sociedad de clases con la que orientarse en las luchas contra el Poder renovado. La Internacional Situacionista, que contaba con una sección italiana, había terminado por encarnar la figura del «mal histórico» ante los propietarios de la FAI, ideólogos de un determinado «anarquismo» perfectamente compatible con una sociedad de clases modernizada. La tensión entre los propietarios y un sector contestatario en constante ebullición que les acusaba de burocratismo e ideología y que proponía una crítica de la vida cotidiana, hablaba de consejos obreros o defendía métodos violentos, provocó un reflejo defensivo entre los primeros de tipo paranoico. Los burócratas faistas se sentían infiltrados por misteriosos agentes situacionistas y reaccionaron convocando un congreso, el décimo, que se celebró en Carrara el 10 de abril de 1971, dedicado íntegramente a combatir el fantasma de la I.S. El congreso tomó la decisión de excluir a los «anarcosituacionistas» para evitar que el ejemplo cundiese en los grupos y federaciones locales. La insignificante FAI, obsesionada por lo que no eran más que los efectos antiburocráticos del primer estadio de la autonomía proletaria, permanecía ciega ante el verdadero peligro, el de la instrumentalización del movimiento libertario por los servicios secretos del Estado italiano. En efecto, las bombas fascistas de Milán del 29 de abril y las de Piazza Fontana del 12 de diciembre de 1969 fueron atribuidas por la policía a los anarquistas. Uno de ellos, Giuseppe Pinelli, fue arrojado por la ventana de una comisaría y otro, Pietro Valpreda, fue escogido como cabeza de turco de los atentados. El asunto trascendía los medios libertarios y puso en tensión a toda la sociedad. Para exacerbar más los ánimos en mayo de 1972 el anarquista Franco Serantini fue apaleado hasta la muerte por la policía en una manifestación y el comisario Calabresi, responsable de la muerte de Pinelli, fue ejecutado por un comando al cabo de unos días. La FAI, alarmada por los acontecimientos, no dudó en distanciarse de las respuestas violentas a la represión llegando a condenar los atentados y las bombas contra la policía y la magistratura. Bonanno, que había condenado el bombazo en la Cuestoría de Milán un año antes, tuvo una actitud opuesta hecha constar en las páginas de «Sinistra libertaria», publicación de la que era responsable, firmando un artículo titulado «Yo maté al comisario Calabresi», sentido del humor y valentía que le valió en octubre de 1972 una condena de dos años y dos meses por «apología del delito».

Cabe pensar que leyó bastante en el trullo porque en 1974 publicó algunos folletos sobre el Estado, la abstención y la revolución. A estas alturas ya creía haber arrojado a la balanza de las justas teóricas el peso decisivo de su pensamiento, editando de su bolsillo una espesa antología titulada «Autogestión y anarquismo». Al años siguiente dio a imprimir el libro «Autogestión y anarquismo» confeccionado a la manera de cortar y pegar (editado también en España), mientras seguía con sus artículos para la revista teórica bimestral «Anarchismo», fundada por él mismo en Catania. Justifica el rechazo al método dialéctico por ir de la mano de formas «autoritarias» de pensamiento que corresponden a formas autoritarias de acción («Crisis económica y posibilidad revolucionaria»). Marx no resulta útil para Bonanno ni siquiera como crítico de la economía pues su pensamiento es filosófico, hegeliano, y por lo tanto «huele a metafísica». Alérgico a la terminología filosófica, se atreve a calificar la obra marxista de «un programa que tiene sus raíces en el misticismo protestante de la Edad Media» («Después de Marx, autonomía») lo que podía considerarse una opinión si no fuera porque el protestantismo ni tiene que ver con la mística, ni sucedió en la Edad Media. Bonanno tendrá siempre el problema le quienes han de hablar de todo, sepan o no sepan, y con alguna frecuencia aparecerán deslices ridículos en su extensa obra. Podía con facilidad haber reparado en el papel desempeñado por la filosofía clásica alemana en la formación del pensamiento revolucionario teniendo tan a mano a Bakunin, un exponente inmejorable de la influencia de Hegel. Su crítica del sindicalismo repite algo sabido desde Mayo del 68: «el capitalismo al viejo estilo ha dejado lugar a una nueva versión gerencial. Es perfectamente consciente de que su mejor amigo y aliado es el sindicato» («Una crítica de los métodos sindicalistas», 1975). Por lo demás no difiere de la que decían los marxistas consejistas (llega a citar a Pannekoek), sólo que la hace extensible a los sindicatos libertarios. Sin embargo no se entretiene en los consejos obreros, las asambleas, los comités y demás formas de coordinación horizontal pues a Bonanno no le interesa la clase obrera «en sí», sino la manera como el anarquismo se articula en su autoorganización. Los anarquistas no han de inyectar sus ideas a las masas desde fuera, mediante la propaganda: «el proyecto revolucionario anarquista parte del contexto esfecífico de la realidad de las luchas. No es un producto de la minoría, no es elaborado por ésta y exportado al movimiento de los trabajadores que lo adquiere en bloque o a plazos (…) esnecesario partir del nivel real de las luchas, del nivel concreto y material del combate de clase construyendo pequeños organismos de base, autónomos, capaces de colocarse en el punto de coincidencia entre la visión total de liberación y la visión estratégica parcial que la colaboración revolucionaria hace indispensable» («Movimiento ficticio y movimiento real»). En 1975 Bonanno consideraba ( y tenía razón) que la sociedad italiana atravesaba una fase prerrevolucionaria, por lo que lo fundamental era la organización autónoma de los trabajadores, para la que se necesitaban «núcleos autónomos de base», o «núcleos obreros autónomos», que no eran otra cosa que «pequeñas organizaciones autónomas de base dedicadas a la lucha radical contra las actuales estructuras de producción» («Una crítica de los métodos sindicalistas»). Esos núcleos constituían el punto de encuentro entre los anarquistas y el proletariado. Desconfiaba de estructuras más amplias como las asambleas obreras porque coartaban la autonomía de los grupos y podían ser fácilmente manipuladas por burócratas y demagogos. No se definió demasiado sobre los pasos siguientes hasta que un salto cualitativo en la conflictividad social puso sobre el tapete la cuestión de las armas.

A mediados de los años setenta el Estado italiano se había debilitado en grado máximo y había revelado su flaqueza recurriendo a los montajes terroristas que señalaban enemigos ficticios, con la complicidad de los medios de comunicación y los estalinistas. Las tentativas de reestructuración industrial agravaban la revuelta social que pasaba de las fábricas a la calle. En palabras de Bonanno, «el movimiento revolucionario, incluyendo el anarquista, estaba en una fase de desarrollo y todo parecía posible, incluso la generalización del conflicto armado.» La existencia de un partido militarizado como las Brigadas Rojas, provocaba en los medios antiautoritarios el temor a que éste tomara la dirección de las luchas. El debate sobre alternativas armadas libertarias dio lugar en 1977 al nacimiento de Azione Rivoluzionaria, «una estructura combatiente lo más abierta posible a la base». La crítica de las armas, «la única fuerza que puede hacer creible cualquier proyecto» según A.R., alcanzaba niveles de enfrentamiento, no ya en la FAI (que, más interesada en el sindicalismo que en la revolución, obviamente condenaba la lucha armada), sino entre los mismos revolucionarios. Para unos se trataba de una violencia separada que no favorecía el enfrentamiento de clase sino el espectáculo del enfrentamiento, contribuyendo a criminalizar el «movimiento de la autonomía» y a provocar su represión. Para A.R. el movimiento no hubiera sido tomado en serio y seriamente temido si no fuera por la guerrilla armada. Era lógico que la represión sucediese a la ofensiva revolucionaria hubiese o no guerrilla, pero gracias a que ésta hizo de pararrayos echándose encima al aparato represivo, el movimiento todavía conservaba sus sedes, sus periódicos y sus radios. La respuesta de Bonanno fue primero el texto «Movimiento y proyecto revolucionario», seguido por el libro «El goce armado», muy impactante en su momento debido más que a la rotura de tabúes militantes, al hecho de estar prohibido al poco de publicarse (en la concentración de Bolonia fueron repartidos o vendidos cerca de tres mil). Hubo una edición española que llevó por título «El placer armado». El libro no contiene ningún análisis del momentó, ni discute seriamente de armas: no es un libro de estrategia sino de principios. La novedad no reside en su contenido, recuperado de la obra del grupo «Comontismo» (1972-1974) y de los escritos del ex situacionista Raoul Vaneigem «Terrorismo y revolución» (1972) y «De la huelga salvaje a la autogestión generalizada» (1974), de mucho éxito en Italia, sino en que reune y trata con una superficialidad apta para todos los públicos de todos los temas que podían preocupar a rebeldes a quienes no gustase demasiado leer y para quienes la revolución no fuese algo muy diferente de una especie de barra libre generalizada. A pesar de unas palabras desdeñosas que dedica a Mayo del 68 su lenguaje es prositu: la revolución es una fiesta, no trabajar jamás, la autogestión es la autogestión de la explotación, la lucha es placer, el juego es un arma, destrucción de la mercancía, etc. La palabra espectáculo se repite docenas de veces, mientras que las referencias al Estado, más propias de los anarquistas, son mínimas. En algunas páginas Bonanno pretendía en lenguaje vaneigemiano «oponer la estética del no trabajo a la ética del trabajo». Aunque no hacía mucho que luchaba por la «organización autónoma de la producción», ahora «El único camino que los explotados pueden tomar para escapar del proyecto globalizador del capital es el que pasa por el rechazo del trabajo, de la producción y de la economía política (…) la revolución no puede reducirse a una simple modificación de la organización del trabajo… la revolución será siempre y solamente negación del trabajo, la afirmación del placer.» A pesar de haberle dedicado un libro a la idea según la cual los expropiados se reapropian de la totalidad de proceso productivo, es decir, a la autogestión, ahora la condenaba como una mistificación: «Realizada victoriosamente la lucha, la autogestión de la producción se vuelve superflua, porque después de la revolución la organización de la producción se vuelve superflua y contrrevolucionaria.» Si alguien buscaba un esbozo de estrategia o simplemente ideas prácticas para encarar los problemas inmediatos de la revolución que en 1977 se jugaba a doble o nada, no los iba a encontrar en el libro, todo él una mistificación de más, incluso en lo concerniente a la lucha armada. Aparte de felicitarse por la violencia contra la policía, los patronos o los periodistas del poder y de decir eso de «date prisa en armarte», advertía contra la sacralización de la metralleta, pues la lucha armada no representaba «toda la dimensión revolucionaria». De todas formas era incuestionable, pues cualquier crítica al respecto hubiera favorecido a «los torturadores»: «Cuando decimos que el tiempo no ha llegado para atacar con armas al Estado estamos abriendo las puertas del manicomio para aquellos camaradas que realizan tales acciones.» Y nada más, un llamamiento a pasarlo bien y a dejar tranquilos a los grupos armados mientras el proletariado italiano se encontraba ante la disyuntiva de abolir el trabajo o seguir trabajando. Bonanno, desde las páginas de «Anarchismo», constataba la generalización del comportamiento ilegal y el sesgo prerrevolucionario del momento, pero la organización guerrillera A.R. ironizaba sobre el carácter puramente literario del posicionamiento de la «crítica crítica de Catania», que «por fin quiere aclarar lo que deberían ser las tareas revolucionarias de los anarquistas. Dadas las premisas sería de esperar una respuesta de este tipo: los anarquistas habrán de empezar a rebelarse. Nada de eso: los anarquistas habrán de empujar a los explotados a rebelarse. Si lo interpretamos con maldad eso querrá decir: la vieja cantinela, los leninistas, los estalinistas, los obreristas se rebelan ¿por qué los anarquistas se limitán a empujar a los demás a hacerlo?¿Quién les empujará a la vez? ¿No estarán de nuevo fuera de la historía? Una interpretación benévola: empujar a los explotados a rebelarse de la única manera posible, es decir, rebelándose ellos, no con ríos de tinta… » (A.R. , «El Movimiento de 1977 y la guerrilla»). La huelga general no tuvo lugar, quedando los grupos armados y los elementos irrealistas como Bonanno cada vez más aislados. Aunque el reflujo del movimiento de 1977 dejó la lucha armada como única salida para muchos rebeldes, no hubieron los diez, cien, mil núcleos armados que anunció A. R. en su declaración fundacional. Los sindicatosimpusieron el orden en las fábricas y la policía, en la calle. El Estado se reforzó y los comportamientos ilegales fueron duramente reprimidos. Se produjeron oleadas de detenciones; la lucha armada se disolvió como un azucarillo en el agua. En 1979 la mayoría de miembros de Azione Rivoluzionaria cayeron presos y desde las celdas dieron punto final a la guerrilla, pasando algunos a la organización leninista Prima Linea, cosa que despertaba dudas sobre la firmeza ideológica de aquella organización, tan rotundamente afirmada en sus octavillas y comunicados. A finales de 1977 Bonanno fue arrestado por «El Gozo armado» y condenado el 30 de noviembre de 1979 a un año y medio de cárcel por haberlo escrito. Lejos de acobardarse o de arrepentirse, se solidarizó con los activistas prisioneros, incluso con los de B.R. o los P38, arremetiendo públicamente contra Amedeo Bertolo y Paolo Finzi que desde «A Rivista Anarchica» se habían despachado a gusto contra su recensión de un libro sobre Emile Henry. Era la primera vez que le atacaban públicamente desde una tribuna anarquista y le restregaban su exhibicionismo en las reuniones. Bonanno aprovechó la ocasión para tratar la cuestión de la violencia de clase sin entretenerse en moralismos sospechosos: «Terrorista no es el que se enfrenta al poder con violencia para destruirlo, sino el que emplea medios violentos y crueles para asegurar la continuidad de la explotación. Por eso, ya que solo una pequeña minoría se interesa en dicha continuidad (patronos, fascistas, políticos de cualquier tipo y color, sindicalistas, etc.), es lógico deducir que los «verdaderos» terroristas son estos últimos, en cuanto que emplean medios violentos para perpetuar la explotación. Y la violencia de esta gente se realiza en la fuerza de las leyes, en las prisiones, en la obligación de trabajar, en el mecanismo automático de la explotación. La rebelión del explotado nunca es terrorismo.» («Del terrorismo de algunos imbéciles y de otras cosas», 1979). Al asimilar los condicionantes a las formas extremas de opresión, identifica ésta sin más con terrorismo: «Anotemos que terrorista debe de ser el que aterroriza a otro, el que trata de obtener cualquier cosa imponiendo su punto de vista con acciones que siembran el terror. Así, resulta claro que el poder aterroriza a los explotados de cien maneras. Estos tienen miedo de no trabajar, de la miseria, de las leyes, de los carabiniere, de la opinión pública; sufren un terrorismo sicológico compacto que le reduce a una situación de sumisión casi total en la lucha contra el poder. Esto es terrorismo» (íbidem). Sin embargo Bonanno no llegaba a aprobar la lucha armada, todavía discutible a nivel estratégico, y menos aún la necesidad de un «partido armado.» Lo que rechazaba era la contraposición que consideraba maniquea entre lucha armada y lucha de masas, porque conducía a la desautorización y criminalización de los que practican la primera. Planteaba la cuestión para no resolverla. Así pues, la lucha armada era una opción respetable con la que se podía o no estar de acuerdo, pero a la que ningún guardián de la anarquía podía arrojar del templo. Ni toda era buena, ni toda era mala, aunque, siempre, éticamente justificable. El tema acabaría siendo su especialidad, pero no se contentaba con eso. Para entonces su pensamiento adquiría un nivel de confusión y una falta de estilo preocupantes. Bonanno había enfermado de grafomanía y con la mayor desenvoltura atacaba cualquier asunto, con un tono sentencioso que pretendía producir sensación de profundidad y con alusiones abundantes para aparentar saber más de lo que decía, trucos habituales para dejar boquiabierto a un lector poco exigente. Los hechos eran tenidos en poco y apenas recurría a ellos para fundamentar sus perentorios asertos. Si mencionaba el «movimiento real» era como simple lugar común de su retórica alambicada. De una cosa iba a otra entre una exabruptos, tópicos, afirmaciones gratuitas y, de cuando en cuando, alguna verdad medio ahogada entre tanta frase, ensartándolo todo sin el menor encadenamiento lógico. El final era el principio: la acción insurreccional. Podemos recoger ejemplos de su insensatez a docenas; pero bastaría echar un vistazo a «El agua sucia y el niño», donde aspiraba a liquidar entre otras cosas su situacionismo mal digerido, el «movimiento», la dialéctica y el marxismo. El hecho de que Bonanno despreciara la actividad teórica si no desembocaba en la acción inmediata y contundente, no le ahorraba la conversión en, por decirlo con sus propias palabras, uno de esos «aficcionados a la pluma, que producen análisis como la Fiat automóviles.»

En mayo de 1980 la policía realizó una razzia contra los anarquistas vinculados a la revista «Anarchismo». Bonnano y sus compañeros fueron acusados de pertenecer a Azione Rivoluzionaria, pero el montaje resultó fallido en la misma fase de instrucción. El final del movimiento revolucionario se produjo en medio de un sinfín de délatores y arrepentidos. El mismo Toni Negri encabezó a los «disociados», aquellos que se comprometían a no combatir jamás al Estado a cambio de beneficios penitenciarios, y se apuntó al coro de los que pedían amnistía. Bonanno arremetió justamente contra todos en el librito de 1984 titulado «Y nosotros estaremos siempre dispuestos a empadronarnos nuevamente en el cielo», lo que le valió otro proceso. De la fácil derrota de los revolucionarios sacó conclusiones que iban en sentido opuesto al de las organizaciones anarquistas supervivientes, pues apuntaban hacia la acción violenta contra las personas y objetos que encarnaban la represión, la justicia burguesa, la tecnoburocracia, el sindicalismo y el capitalismo, todo lo cual debía «traducirse en actos precisos, en actos de ataque, no sólo verbal, sino en los hechos» («La Revolución ilógica», 1984). Los verdaderos anarquistas debían estar en revuelta permanente y pasar al ataque: «Reafirmamos con insistencia nuestra convicción de que el uso de la violencia organizada contra los explotadores, incluso cuando reviste el aspecto de acción minoritaria y circunscrita, es un instrumento indispensable de la lucha anarquista contra la explotación»(«Y nosotros, etc.»). Después de años mareando la perdiz, por fin se había decidido a dar el paso. Las discusiones de la cárcel y el espectáculo vergonzoso de los arrepentidos y disociados habían contribuido lo suyo. Bonanno, a quien agradecemos que se olvidara de Spinoza y del «obrero difuso», dice verdades evidentes que por suerte no quedan disimuladas tras su verborrea pretenciosa: «La amnistía, no nos la darán. La tendremos que pagar.» El precio será el espíritu revolucionario, las ideas, la dignidad, el valor, «Si aceptamos hoy el acuerdo, mañana como mucho nos veremos luchando dentro del gueto en el que nos habrá aparcado el poder… colaborando nos rendimos en bloque al enemigo.» Para los estalinistas extremistas: «La reducción de la guerra de clases a un simple enfrentamiento militar lleva en sí la conclusión lógica de que si sobre dicho terreno se sufre una derrota, la guerra de clases deja de existir como tal. Se llega al absurdo, no sólo teórico, sino práctico, de que hoy en Italia, después de la derrota de las organizaciones combatientes, no se trata ya de una guerra de clases en actos, y que interesa a todos (y en primer lugar al Estado) negociar una rendición para evitar que se desarrolle un proceso conflictual absolutamente ficticio y completamente perjudicial para cada uno «(Ibidem). Efectivamente, la traición de Negri y loscolaboradores residía en su leninismo peculiar que lo traducía todo en términos de poder separado; como representantes autoproclamados de la clase obrera, ellos eran los interlocutores privilegiados del Estado y su salvación era cuando pintaban bastos la cuestión central. En tanto que partido derrotado no iban a luchar para conseguir su liberación, sino negociar su liberación para reemprender la lucha por otros medios. Con el futuro hipotecado por los pactos con el Estado ¿Qué lucha iba a ser esa? Acertadamente Bonanno señalaba que una cosa era abandonar las armas por haber cambiado de opinión y otra, hacerlo porque el poder dominante te lo exigía: «no te piden una crítica, te piden una abjuración.» Ante el Estado nadie era inocente: «todos somos responsables de nuestro sueño de escalar el cielo. No podemos ahora transformarnos en enanos después de haber soñado, codo a codo, cada uno sintiendo cómo batía el corazón de los demás, de atacar y abatir a los dioses. Es ese sueño lo que atemorizó al poder […] Nadie puede ser neutral, somos culpables de la gestión y elaboración de aquella atmósfera que nos entusiasmó y arrastró. Incluso los más críticos pueden pretextar una inocencia original. A los ojos del Estado, precisamente estea atmósfera es la culpable. Y eso hemos de reivindicarlo.» (Ibidem). Pero estos flashes de lucidez no bastaban para iluminar el nuevo panorama de los ochenta, con una clase obrera sometida y miles de presos en las cárceles. En vano buscaremos en su obra un balance del proceso que condujo a ese desastre. Bonanno solamente nos ofrecía una reafirmación: «En esta época de liquidación y de saldos reafirmamos que nuestra lucha es una lucha por la liberación total, aquí y ahora.» Empleando un maniqueismo inverso, oponía lucha de masas a revuelta insurreccional, al no considerar ésta como un momento del desarrollo de aquella, sino como un instrumento: «para nosotros las luchas intermedias no son un fin sino un medio que utilizamos (incluso con frecuencia) para llegar a un fin diferente: empujar a la rebelión […] lo importante es que las luchas intermediarias tienen que hallar una conclusión violenta, un punto de ruptura, una línea de fuerza más alla de la cual la recuperación no sea posible.» Para llegar ahí hacía falta una conciencia de la necesidad do generalizar la violencia y esa era la función del «movimiento específico»: «hemos de crear la posibilidad de un momento específico que sea capaz de fijar encuentros comunes con el movimiento real, en los lugares y según los sentimientos en los que el batido de este último sea perceptible al batido del
primero.» (Ibidem). En la medida que tenía sentido tal logorrea, sonaba mal: las masas eran incapaces de alcanzar metas revolucionarias sin el concurso de una élite, llámese llegarían al nivel insurreccional necesario. El anarquismo bonannista iba concretándose en una vulgar ideología aventurera y vanguardista, bastante cercana en sus fundamentos teóricos al extremismo militarista del «partido armado.» En los años siguientes Bonanno elaborará los conceptos esenciales de la ideología insurreccionalista a partir de la separación entre lucha de masas y lucha insurreccional, separación a la que sólo una minoría selecta, «específica», ayudaría a superar. Su obra empezaba a ser conocida fuera de Italia y él mismo era una figura maldita del anarquismo internacional. Su gran hallazgo teórico -que cualquier tipo de acción, por minoritaria que fuese, era posible y deseable en cualquier momento -le marcaría indefectiblemente el camino.

En un principio fue la acción. La separación entre teoría y práctica reducía la una a simple acompañamiento y la otra a mera técnica. Para Bonanno el «no esperar» como hacían las organizaciones anarquistas «específicas» y «pasar a la acción» requería un tipo de organización diferente, no permanente, definido como «informal», y creyó encontrarlo en los grupos de afinidad. Dichos grupos habrían de elaborar un «proyecto» producto de sus análisis y discusiones, que orientaría y estimularía la acción. Usando el lenguaje técnico del marketing empresarial, en uno de los artículos de «Anarchismo» describía el proyecto como «el lugar de la conversión de la teoría en la práctica», especificando las cuatro condiciones sine qua non para su elaboración que debía reunir el revolucionario, a saber, coraje, constancia,creatividad y «materialidad» (algo así como sentído práctico). El encuentro de Milán en octubre de 1985 bajo el lema «Anarquismo y proyecto insurreccional» permitió a Bonanno exponer a grandes trazos su visión de las transformaciones ocurridas en el capitalismo. Sorprende la ligereza con que usaba trivialidades puestas en boga por la sociología americana (por ejemplo calificar a la sociedad de «post industrial») y el tono profesoral que se gastaba. En su intervención podemos leer esta enormidad: «la capacidad del capital desde el punto de vista productivo hoy no se basa en los recursos del capital financiero, esto es, sobre las inversiones, sobre el dinero, sino que está basada esencialmente, casi en su totalidad, sobre el capital intelectual.» Aunque parezca mentira, Bonanno repetía al profesor Negri. «El capital ya no necesita recurrir a obreros para realizar la producción» así que «la centralidad de la clase obrera ha sido trasladada a otra parte. De primeras, tímidamente, en el sentido de una difusión de la fábrica en el territorio [de nuevo Negri]. Después más decisivamente, en el sentido de una progresiva sustitución de los procesos productivos terciarios al clásico secundario. » Uno se pregunta si sabía lo que decía, pues los procesos terciarios no tienen que ver con la producción, pero la prosa bonannista ha sobre todo al teorizar. Según él la clase obrera quedaba progresivamente al margen de la producción perdiendo protagonismo y, además, la revolución podía tanto ocurrir como no pues en la sociedad post industrial desaparecía la relación de causa a efecto entre las luchas y sus consecuencias. Pero sin decir por qué, «justo por eso la revolución se vuelve posible». Bonanno se había percatado de las revueltas de las barriadas marginadas en las ciudades inglesas y pontificaba gratuitamente acerca de la tarea de los anarquistas: «transformar las situaciones irracionales de sublevación en la realidad insurreccional y revolucionaria.» El tema quedó aparcado sine die, pero ya hemos dicho que la teoría no era su fuerte y al tener que rellenar un par de publicaciones
regularmente, procedía sin escrúpulos con los materiales que pirateaba. Por ejemplo, en 1987 copió la compaginación y la presentación tipográfica de la revista «Encyclopédie des Nuisances» para presentar la nueva serie de «Anarchismo», anécdota inocente si no fuera por el fusilamiento de tres artículos de la EdN en sendos números del portavoz de Bonanno. Cortes no indicados, interpolaciones abusivas, retoques arbitrarios y numerosos errores sin intención aparente que forzaron a la EdN a emitir un comunicado que concluía: «Aquellos que exhibiendo una crítica que no es la suya, comienzan por disimular su origen todo lo que pueden, así como ocultar las luchas de donde proviene y las relaciones que estas implican, demuestran con ello ser incapaces de usarla y de descubrir los secretos de su época o de comprender las diversas operaciones especiales de la democracia espectacular. Donde la ficción domina en grande, las pequeñas falsificaciones pueden no tener importancia. Sin embargo aprovechamos la ocasión para declarar nuestra modesta convicción de que éstas explican el triunfo de aquella, y de que el hundimiento de una pasa por el fin de las otras.» Bagatelas que no preocupaban a Bonanno. Su problema era por un lado el «ataque» y por el otro, los intentos de la policía por implicarle en diversos atentados.

Era el primer agitador desde Blanqui que proclamaba la posibilidad de una ofensiva contra el Poder en pleno retroceso de la clase obrera. Evidentemente se trataba de un intento de escapar a los condicionantes históricos mediante la acción contundente de minorías. El protagonismo recaía según Bonanno en los grupos informales, los únicos capaces de actuar en serio. Las masas no estaban para juergas revolucionarias. Condenaba las manifestaciones de masas por pacíficas e inútiles y en su lugar, junto a manifestaciones «organizadas al modo insurreccional» propugnaba «la necesidad de pequeñas acciones destructivas, de ataque directo contra las estructuras del capital.» La responsabilidad de estos ataques por los grupos debía de asumirse plenamente y no remitirse a las condiciones favorables o desfavorables, ni al nivel de conciencia general. La decisión de atacar directamente al Capital y al estado no competía más que a los revolucionarios, depositarios de la esencia insurreccional del conflicto: «O atacamos o retrocedemos. O aceptamos hasta el fin la lógica de clase del enfirentamiento como contraposición irreductible y sin solución o vamos para atrás, hacia los pactos, los detalles, los embrollos lingüísticos y morales.» Si querían vivir su vida, liberar los instintos, negar los ideales burgueses, satisfacer sus necesidades auténticas o cualquier otra zarandaja del vocabulario liberado de los rebeldes insatisfechos, las palabras no bastaban. Cada anarquista tenía que superar las barreras políticas y morales que le impedían actuar. Bonanno calificaba esos esfuerzos de «el gran trabajo de liberal al hombre nuevo de la ética» («La fractura moral», en «Provocazione», publicación dirigida por él, marzo 1988.) Desdeñaba los métodos asamblearios porque retrasaban o paraban las acciones más decididas, así como las iniciativas que buscaban agrupar el máximo de adherentes, «la manía de la cantidad». Por esa razón no prestaba atención a los movimientos reivindicativos de base como los COBAS, constituidos en noviembre de 1987. El modelo bonannista eran las «ligas autogestionadas» que formaron a principios de los ochenta los habitantes de Comiso (Sicilia) para oponerse a la construcción de una base americana de misiles. Se trataba de «núcleos» informales asesorados por los anarquistas con un solo objetivo, la destrucción de la base militar, sin programa, autónomos (independientes de partidos, sindicatos o de cualquier otra entidad), en «conflicto permanente» con la dominación y «al ataque», sin prestarse al diálogo, a la transacción o al pacto. Seguramente para distinguirlos de las luchas no inmediatamente destructivas, denominaba a este tipo de conflictos «luchas intermedias», a diferencia de otros con objetivos más amplios y motivados por el «trabajo insurreccional» como la «lucha contra la tecnología», que se saldó con más de cien torres de alta tensión dinamitadas entre 1986 y 1988. La traducción de una octavilla alemana que precisaba detalles de cómo echar abajo una de esas torres le valió a Bonanno una nueva estancia en
prisión. En la campaña de los postes, donde participaban rebeldes de varios países, la manía de la cantidad volvía por la puerta de atrás: los sindicalistas contaban carnets y los activistas, atentados. En todos prevalecía el espíritu cuantitativo. Pues la eficacia de un ataque no depende del número de explosiones, ni del grado de destrucción causado. No hay luchas «intermedias» y luchas reales, hay luchas prácticas y luchas inútiles, luchas que despiertan la conciencia de la opresión y luchas que la duermen. La policía no pudo implicar a Bonanno en ningún hecho violento pero lo involucró arteramente en el asalto a una joyería. Fue arrestado el 2 de febrero de 1989 y puesto en libertad sin cargos dos años más tarde. Una vez libre aprovechó el tiempo para viajar a España y dar el toque definitivo al insurreccionalismo, ideología que influyó en los medios anarquistas de diversos países, aquellos donde el anarquismo se encontraba estancado, adormecido y controlado por camarillas.

En 1992 Bonanno y otros compañeros se proponen dar un salto cualitativo en el «ataque» atrapando una «ocasión organizativa». A tal fin constituyen el grupo promotor de una Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista. La palabra «insurreccionalista» surge por primera vez. En enero de 1993 viaja a Grecia e imparte a los universitarios de Atenas y Tesalónica dos conferencias en las que explica «por qué somos anarquistas insurreccionalistas». He aquí la ideología insurreccionalista resumida en seis puntos:

«Porque mantenemos que es posible contribuir al desarrollo de las revueltas que van naciendo espontáneamente por todas partes haciéndolas volverse insurrecciones de masas y por lo tanto reales y verdaderas revoluciones.

Porque queremos destruir el orden capitalista de la realidad mundial que gracias a la reestructuración lnformática se ha convertido en tecnológicamente útil, solamente a los gestores del dominio de clase.

Porque estamos por el ataque inmediato y destructivo contra estructuras concretas, individuos y organízaciones del capital y del Estado.

Porque criticamos constructivamente a todos aquellos que se retardan en posiciones de compromiso con el poder el poder o que sostienen como imposible la lucha revolucionaria.

Porque mucho mejor que esperar, estamos decididos a pasar a la acción incluso cuando los tiempos no están maduros.

Porque queremos acabar con ese estado de cosas ya, y no cuando las condiciones externas
hagan posible su transformación.»

La concepción organizacional, cuyos elementos han ido formulándose durante los últimos veinticinco años, completaría la ideología. Bonanno se ha limitado a insertarla dentro de un calificativo -etiqueta con la que muchos no estarán conformes. «La organización revolucionaria anarquista insurreccionalista» consiste en grupos de afinidad formados en ocasión de luchas con el «objetivo de realizar acciones precisas contra el enemigo» y «crear las mejores condiciones para una salida insurreccional de masas». El carácter insureccional lo confiere la «conflictualidad permanente», es decir, el saberse en guerra contra la opresión del capitalismo y del Estado. Dichos grupos se apoyarán en «núcleos de base», vieja idea bonannista, cuya función «es la de sustituir en el ámbito de las luchas intermedias, a las viejas organizaciones sindicales de resistencia» en un terreno compuesto «por lo que queda de las fábricas, por los barrios, las escuelas, los guetos sociales y por todas aquellas situaciones en las que se materializa la exclusión de clase.» Para Bonanno era la faceta destructiva y no el grado de conciencia provocado en las masas la que establecía la idoncidad de la acción. Ni que decir tiene que la forma preferida es el sabotaje, «el arma clásica de todos los excluidos» («Otra vuelca de tuerca del capitalismo»), válida para cualquier ocasión y bueno para cualquier edad. El sabotaje es como el querer, que no tiene horario ni fecha en el calendario.

Los análisis de la realidad social siguen siendo la asignatura pendiente de Bonanno. Constata la inexistencia de una «mentalidad de fábrica» y la «descualificación» del individuo, así como la «pulverización» de la clase obrera, por lo que encuentra infundado referirse a «ridiculas dicotomías como la de burguesía y proletariado» , para acto seguido pasar a dicotomías similares extraídas de la sociología vulgar: «la realidad social específica… presenta siempre una constante: la división de clase entre dominantes y dominados, entre incluidos y excluidos.» Las dicotomías no se paran ahí por cuanto alude a «la confrontación entre países ricos y países pobres» que adopta o tiende a adoptar la forma de luchas de liberación nacional o de guerras de religión. Dicha confrontación, ocasionada por la incapacidad del capitalismo en «resolver los problemas económicos de los países pobres», le conducen al hallazgo de aspectos positivos en el nacionalismo y en integrismo islámico, cuyos asomos por el Mediterráneo le llevan a concluir que éste será el «teatro de los próximos enfrenamientos sociales». La lectura de periódicos le ha convencido de ser un experto en geopolítica, pues afirma sin molestarse en demostrarlo que en los países mediterráneos «se desarrollarán en los años venideros conflictos capaces de agudizar las tensiones en marcha»; no nos aclara si serán conflictos de clase o de Estados, probablemente ambos, pero en lodu caso habrán de afrontarse con la práctica más adecuada, la insurreccional («Propuesta para un debate», 1993). En realidad, Bonanno se refiere al conflicto palestino, en el que tiene puestas grandes esperanzas. Como siempre, la lucha armada, al coger altura para adquirir una visión global, se queda en las nubes del tercermundismo.

Decimos nosotros que la revolución en las sociedades basadas en el antagonismo de clases la hacen las masas oprimidas, no las minorías formales o informales. La organización será el producto de las luchas sociales, no el fruto artificial del voluntarismo activista o de la propaganda. Si los tiempos no están maduros es porque no hay movimientos de masas conscientes. A falta de algo mejor se hace lo que se puede, pero la ausencia de luchas masivas jamás podrá compensarse con el activismo de unos grupos. Una defensa estratégica ha de consistir en organizar el teatro de guerra social con el objetivo de combatir al enemigo de clase. Eso significa liberar espacios para el desarrollo de la conciencia en las masas, o sea, para la emergencia de las luchas autónomas. En un contexto contrario el activismo no sólo sustituye tales luchas sino que se erige en espectáculo radical de las mismas, por lo que más que ayudar al resurgimiento de la protesta revolucionaria, prepara el terreno para su desnaturalización. La increíble confusión de las tesis insurreccionalistas no era de recibo, pero la inconsistencia y superficialidad de los análisis no importaba a Bonanno, poseído por un deseo de acción que sabía trasmitir a los anarquistas decepcionados por la inactividad de las organizaciones tradicionales. Estos se convertieron en seguidores de sus ideas desafiando toda lógica, puesto que no era precisamente la lógica su atractivo más característico. El insurreccionalismo calaba en determinados medios juveniles no por su lucidez o por su superioridad teórica. Tampoco por la eficacia de sus acciones, a menudo sazonadas con el vinagre de la prisión y de la tragedia personal. Mucho menos por haberse realizado la profecía del Mediterráneo. Las razones de su éxito relativo eran de índole sicológica: a quienes querían acción, les daba acción. La acción tenía algo de descarga emocional. Bonanno se había dado cuenta de que «el anarquismo era una tensión, no una realización» («La tensión anarquista», conferencia de Cuneo, enero de 1995) e insistía en ese hecho. Bonanno describía la toma de conciencia anarquista como una «insurrección de carácter personal, aquella iluminación que dentro de nosotros produce las consecuencias de una idea fuerte», una especie de revelación que determinaba un modo de vida y no simplemente una manera de ver las cosas. Producía una liberación íntima, la elevación a un estado de anarcogracia que ayudaba a soltarse de las ligaduras del entorno particular: «el insurreccionalismo es un hecho personal; cada uno debe llevar a cabo una insurrección consigo mismo, modificar las propias ideas, transformar la realidad que lo rodea, empezando por la familia, por la escuela, que son estructuras que nos mantienen prisioneros…» (entrevista a Bonanno en Radio Onda Rossa, el 20 de noviembre de 1997). Los anarquistas, si querían serlo de verdad, tenían que cuestionarse diariamente en función de lo que hacían y lo que pensaban, puesto que el hacer y el pensar no podían andar separados. O
la «metafísica»» o el anarquismo, es decir, la acción. La acción adquiría entonces una dimensión existencial. Un anarquista sin acción era como un jardín sin flores, o como un militar sin uniforme. ¿Cómo pararse si se estaba en «conflictividad permanente»? La acción devenía un criterio moral: se era buen o mal anarquista según se actuara o no se actuara. El bonannismo, peculiar versión del «do it yourself» americano en materia revolucionaria, ofrecía todos los encantos de la militancia sectaria sin ninguna de sus servidumbres orgánicas. La ausencia de verdaderos movimientos sociales no era un hándicap sino una condición del insurreccionalismo: el carácter ilegal de la agitación aconsejaba por cuestiones evidentes de seguridad mantener una cierta distancia con el prosaico trabajo de masas. Un extremado individualismo llamado «autonomía», al que si al caso unos pasajes de Stirner contribuían a reforzar, protegía al anarquista profesional contra las críticas. El insurrecto podía creerse en la pomada cualquiera que fuera la pertinencia o la insensatez de sus actos, pues indiferente a las masas, no rendía cuentas ante nadie. Él era el único juez de sí mismo. Por una ironía de la historia, el viejo Bonanno había sobrevivido a sus contradicciones y carencias gracias al acné.

La Internacional insurreccionalista se reunió en Atenas en otoño de 1996, poco antes o poco después de que Bonanno fuera encarcelado por pertenencia a banda armada. La represión también había pasado a la acción con detenciones y montajes mediático judiciales desde 1994. «Anarchismo» había dejado de salir, pero en «Cane nero», editado en Florencia, confluyeron durante un momento las distintas facciones informales de la Internacional. Los insurreccionalistas habían sobreestimado las posibilidades revolucionarias de los países mediterráneos y subestimado la capacidad represora de un Estado sobreequipado. La estrategia más elemental hubiera planteado antes que nada la pregunta: ¿podía sobrevivir la práctica insurreccional a la represión que desencadenaría de inmediato? Por supuesto que no. El proceso Marini fue la respuesta del Estado italiano al aguijonazo insurreccionalista. Hubo respuestas similares en Grecia y en España (Bonnano no hizo de Fanelli: el insurreccionalismo debutó aquí en 1996 con el fiasco del atraco de Córdoba). Bonanno salió de la cárcel en octubre de 1997. Las divergencias entre los distintos grupos acentuadas por la represión estallaron como era de prever. La Internacional se reunió una segunda vez el 2000 en algún lugar de Italia y dio por terminada su existencia. Cuatro años más tarde acababa el Proceso Marini con duras sentencias para la mayoría de los encartados. No obstante de una forma u otra los insurreccionalistas siguen en la brecha y no han olvidado a sus presos. «Ofreced flores a los rebeldes que fracasaron», dijo Vanzetti. Nuestras críticas no nos impiden reconocer su coraje y nuestro desacuerdo no supone un obstáculo para que exijamos su liberación.

Edición Original: «Anarquía Profesional y Desarme Teórico sobre el Insurreccionalismo» 

Miguel Amorós

«Desde abajo y desde fuera. Proyectiles» Brulot, Otoño de 2007.