DESPUÉS DE MARX, AUTONOMÍA

POR ALFREDO MARÍA BONANNO

El camino que el proletariado tiene en frente está bloqueado: partidos reformistas, sindicatos y patrones se han coaligado para obstruir cualquier crecimiento en el nivel de lucha, o cualquier conquista que pudiese llevar a una transformación revolucionaria de las relaciones de producción. El proletariado tiene sólo una alternativa: la de construir el comunismo directamente, pasando por encima de las estructuras burocráticas contrarrevolucionarias. Para hacer esto nosotros debemos proporcionar análisis de, y realizar en la práctica, los elementos organizados por la base al nivel de la producción: los núcleos obreros autónomos.

Estos núcleos no deben, en nuestra opinión, ser confundidos con la compañía, la fábrica, etc., sino que su concepto debe ampliarse hasta una visión global de la fábrica, el área de residencia, la escuela y la tierra.

Dentro de esta globalidad, la idea de la autonomía debe ser reinterpretada por la clase obrera y vinculada a la autonomía de cada individuo, elemento de referencia y corrección constantes de cualquier tendencia a construir la anterior a costa de la última. Aquí, la acción de una minoría que ha adquirido una conciencia revolucionaria tiene su lugar: para señalar los peligros de burocratización siempre presentes, cualquier involución hacia el control de la lucha por una minoría, ciertas tendencias corporativas intrínsecas al movimiento obrero y todas las demás limitaciones que siglos de opresión han desarrollado. Su tarea, muy delicada, es, por consiguiente, la de fundir juntas la lucha y la organización, uniéndolas en la praxis diaria. Esto requiere de claridad analítica, para que la segunda se mantenga dentro de los límites de utilidad de la primera, y para impedir que su esencia autónoma sea destruida por el aspecto organizativo, dejándole sólo el nombre.

Tampoco es despreciable, por último, el trabajo de la minoría activa concerniente al problema de conseguir información, elemento esencial para la emancipación de las masas trabajadoras y para su control sobre los elementos necesarios para su liberación: la demolición de todos los poderes constituidos y la gestión comunitaria de los medios de producción.

Si una vez se pudo confundir la posibilidad de la revolución con la simple expropiación de los medios de producción (sobre lo cual descansa hoy la ambigüedad marxista), nosotros sabemos ahora con certeza que los burgueses mismos están dispuestos a transformar sus títulos de propiedad de tal modo que la explotación pueda continuar bajo otra guisa. El pasaje «suave» al socialismo de Estado es la perspectiva más ampliamente difundida entre los círculos «progresivos» de la burguesía.

Contra tal perspectiva la clase obrera debe construir los medios necesarios para la lucha y para la reapropiación de una perspectiva revolucionaria.

LA AUTONOMÍA DE LA CLASE OBRERA

La individuación analítica de la «clase» obrera es un problema complejo. Normalmente, a los camaradas les gusta referirse incluso al más sofisticado de los análisis marxistas, saliendo al paso de toda posible glorificación, afirmando que ellos intentan limitar el «uso de Marx» a lo estrictamente indispensable (usualmente identificado con el análisis económico) para la construcción de la verdadera perspectiva libertaria de la autonomía obrera y de su lucha.

Francamente, yo nunca he podido hacer tanto. Quizás por razones derivadas de mi profunda aversión a la metafísica, y quizás, dado el carácter de mis estudios, he aprendido a descubrir el olor a metafísica desde mucha distancia. Y una gran parte de los análisis marxistas, incluso en economía y metodología histórica, apestan a metafísica. Esto es por lo que, en la medida de lo posible, quiero evitar hacer lo mismo.

Como los grandes padres fundadores han admitido, los temas del problema de la clase no son su «invención». Ellos, y Marx en particular, se limitaron a relacionar la existencia de clases a ciertas fases históricas precisas en el desarrollo de la producción, de lo cual, con un salto lógico considerable, dedujeron la conclusión de la ineluctabilidad de la dictadura del proletariado y la consecuente mitología de una transición a la sociedad sin clases.

He oído a menudo exaltar el «realismo» de Marx, identificándolo con su rechazo a lamentarse de la «inmoralidad» de la sociedad, y con su análisis de la explotación y el capítulo de accidentes de la lucha de clases como un proceso necesario conduciente a la liberación de la sociedad, por consiguiente un proceso saludable y evolutivo. Nosotros no vemos nada de «científico» en todo eso. Marx no podía seguir a sus predecesores, como Saint-Simon, Fourier, Owen y Sismondi por dos buenas razones: él creyó en la revolución (a su propia manera) y había estudiado a Hegel (a quien nunca digirió, a pesar de todas sus críticas juveniles). De este modo se las arregló para fundir en su cerebro «sistemático» el realismo del propagandista y del periodista político con el optimismo del metafísico que identifica lo racional con lo real.

Lo que nos desconcierta más es que, frecuentemente, los camaradas anarquistas no comprenden que están subscribiendo completamente un programa que tiene sus raíces en el misticismo protestante alemán de la edad media (ver a Hegel y sus deudores), una edad media filosófica que todavía hoy insiste en una pretendida diferencia entre la «clase en sí» y la «clase para sí». El pasaje es el despertar de la conciencia; el punto de partida la situación objetiva obtenida por la distribución de la propiedad privada. A veces el despertar de la conciencia se hace coincidir con la organización de clase.

Aparte de la premisa metafísica, el único hecho concreto aquí es la historia. Por primera vez, con la gran claridad y explicación analítica, Marx se las ingenia para liberar el razonamiento del hombre de toda idealización religiosa, biológica o evolucionista. Lo que queda es el hombre en la historia: ninguna pequeña proeza –seriamente desgastada, sin embargo– de la pretensión «racionalizadora» de encerrarle dentro de la atmósfera «romanesca» de la fenomenología del espíritu (aunque vuelta del revés). De este modo, la justificación de la historia del hombre emerge del proceso dialéctico puesto dentro de una estructura fija. La historia se racionaliza a través de un proceso metafísico, del mismo modo en que ha sido hecho por otros historiadores con justamente la misma necesidad de un «punto de partida», utilizando el dominio de la religión o la evolución de las especies. Una vez la historia es «racionalizada» la razón histórica deja de ser una «razón absoluta» (como lo era, por ejemplo, para los teóricos de la vieja democracia) y se convierte en «razón dialéctica». La racionalidad se convierte en una nueva envoltura para un viejo paquete, permitiéndole ser vendido como nuevos bienes. Pero viejos o nuevos estos bienes son siempre un producto de «Metafísica & Cía.», proveedora de todas las «Casas Reales» del mundo.

Ciertamente, la vieja «razón absoluta» había perdido el favor. Reinterpretar el mundo con su medida habría sido una operación muy difícil y fácilmente desacreditable, como lo fueron los intentos de los materialistas ingenuos de la primera mitad del siglo XIX, románticos enamorados de la materia y sus «sensaciones» metafísicas, incapaces de arrancar las visicitudes del Hombre de su periodicidad absoluta: explotación/rebelión, y de nuevo explotación, y otra vez rebelión. Por un lado la obtusidad de la historia, por el otro la obtusidad de sus interpretadores. Esta bendita senda del espíritu no quería moverse en una dirección progresiva: la explotación continuó creciendo de nuevo después de la revuelta, la sangre de los obreros bañó las calles con una constancia que, a algunos con sentido de humor, dio la idea de predecir los ciclos revolucionarios. No obstante, a pesar de tal pobreza de medios y de la contaminación en las pocas ideas básicas, Marx se las arregló igualmente para ir más allá de la producción inútil de su tiempo, uniendo optimismo y realismo en una reconstrucción notable, incluso aunque carente en muchos aspectos y requiriente de algunos cambios fundamentales. Una de las partes más deficientes es precisamente la concerniente al problema de la «clase». No es una coincidencia que el manuscrito inacabado de El Capital finalice precisamente aquí.

Para nosotros los anarquistas el problema debería estar bastante claro. Cualquier razonamiento del tipo de «la cosa en sí» no debería interesarnos. Qué diablos pueda ser la «clase en sí» no nos parece un problema importante, de hecho no nos parece en absoluto un problema. Cómo esta «clase en sí» podría convertirse en «clase para sí» nos parece una broma de mal gusto. Permítasenos dejar tales «bromas tipográficas» a los profesores de filosofía y razonemos de forma más simple, preservando los hechos. Nosotros no sabemos, ni queremos saber, si existe una clase en sí misma. Lo que nos interesa es saber que existe una estructura de poder. Este hecho macroscópico, que atraviesa toda la historia, no puede negarse. De este modo, puede decirse que la historia está marcada por el poder y las diversas transformaciones que ha sufrido para persistir como tal. Pero tal razonamiento comenzaría a oler a metafísica en cuanto nos condujese a la cuestión: ¿es el poder el que determina la historia, o es algo en la historia lo que determina el poder de una forma u otra? Permítasenos dejar tal razonamiento a un lado. La historia está marcada por muchos acontecimientos, que son más o menos constantes a lo largo de su desarrollo: el Estado, la religión, la producción, el sexo, las luchas de los explotados. De hecho, sería imposible construir un desarrollo histórico partiendo de cualquiera de esos elementos, dándonos por tanto una historia basada en el Estado, la religión, la producción, el sexo, las luchas de los explotados, etc..

Y que no se entienda que creemos posible una historia militar, una historia de la religión, una historia económica, una historia sexual, y una historia de las luchas de los explotados. Sabemos, como cualquier otro, que la historia es una unidad indisoluble. Sólo estamos diciendo que, en razón del argumento, sería posible distinguir los elementos arriba mencionados.

Eso demuestra, o al menos nos lo parece, que siempre es posible construir un modelo exterior, tanto si es dialéctico (el modelo metafísico), idealista (el modelo religioso), materialista (el modelo económico), o descriptivo (el modelo empírico): pero eso también demuestra que tal trabajo sería bastante inútil.

Para los anarquistas, la historia es todos estos elementos juntos, y muchas otras cosas más. También podemos incluir los aspectos irracionales y metafísicos: ellos también son historia, y aunque de vez en cuando deban aislarse y condenarse, no por esto pueden ser eliminados. Si obrásemos de otro modo caeríamos en dos alternativas insolubles, como aquella entre las ideas y la acción, o a la inversa. En la práctica, todo eso no nos importa: podemos dejar tal trabajo a los profesores de filosofía.

Esta exhortación nos pone ante un último obstáculo metafísico: ¿debemos preguntarnos el significado de la realidad? (Ésta no es una cuestión ociosa. Al marxismo se le debe mucho crédito por haber conseguido camuflarla posponiéndola hasta el infinito). La realidad es al mismo tiempo poder, religión, producción, sexo, la lucha, y muchas otras cosas de las que no nos acordamos o que no conocemos. Lo que importa no es interpretarla en su totalidad (lo que sería el modelo metafísico de la «cosa en sí») sino interpretar los elementos importantes, útiles para la construcción de un programa de acción.

Cada intento de análisis debe tener esta finalidad en perspectiva. Permítasenos tomar un ejemplo, partiendo del modelo que toma en consideración la lucha de los explotados, un hecho constantemente recurrente en la historia. La suerte común de estas luchas será ser reabsorbidas por el Estado. Este proceso, que ha costado millones de vidas y un sufrimiento increíble, no ha matado la voluntad de luchar.

Tenemos así dos elementos: la lucha, y la voluntad de lucha. Ahora debemos preguntarnos por qué esta lucha ha tenido constantemente un resultado negativo, y lo que esto tiene de significativo. El primer punto puede explicarse parcialmente por la presencia de una minoría «dirigiendo» esta lucha, una minoría que, si por un lado se pone a la «cabeza» del movimiento de los explotados, por el otro adopta el papel de una «é lite ascendente», eso es, una minoría que intenta tomar el poder ella misma, tomando el lugar de la élite que lo tenía previamente a su cargo. Hay otra razón, más profunda, para el primer punto: la persistente «religiosidad» de las masas explotadas, de aquí su «necesidad» de una «guía», un grupo de personas capaz de materializar su deseo de venganza. Esto nos conduce al segundo punto: ¿qué significación debe dársele al resultado constantemente negativo de esas luchas? La conclusión está ligada al discurso sobre la autonomía del individuo. Solamente la voluntad de libertad, al mismo tiempo el fruto y la razón para la lucha, puede eliminar el sentimiento de religiosidad todavía intrínseco hoy a las luchas de los trabajadores. Este modelo podría explicar el gran diluvio de partidos reformistas y autoritarios, debido a que se convierten, en nuestra opinión, en el símbolo de la venganza. Las masas ven en estas organizaciones la casta sacerdotal y la iglesia que conducirá a su sueño milenario. Por su parte, los burócratas del poder (los sindicatos deben incluirse en este argumento) que se presentan como élites ascendentes tienen todo el interés en explotar este sentimiento, mientras que su misma naturaleza les impide estimular cualquier iniciativa hacia un proceso de liberalización.

Pero la suma de estas luchas en el curso de la historia puede verse como un progreso. Ciertamente, no debemos caer presa de la ilusión progresista, pero, en nuestro análisis, el reconocimiento de un cierto progreso está basado en hechos observables. Por ejemplo, la reducción de las horas de trabajo y la mejora en las condiciones laborales son objetivamente un progreso comparadas con las situaciones anteriores, aunque puedan convertirse en parte de un proceso de recuperación, volviendo la lucha justo tan necesaria como antes. Lo que importa aquí es el hecho evidente de que este proceso transforma el tipo de religiosidad en una situación de explotación. A la vieja religiosidad instrumentalizada por la Iglesia podemos comparar hoy la religiosidad laica instrumentalizada por los partidos políticos. El parangón es útil y nos permite ver las diferencias.

Si la identificación de la clase de los explotados es vaga –y no puede ser de otro modo una vez hemos dejado deliberadamente la historia y, como veremos, la realidad en el reino de la vaguedad–, por el otro lado ahora tenemos la posibilidad de usar elementos plurales en nuestro análisis que, de otra manera, habrían quedado irremediablemente fuera de él en el caso de una elección a priori de un sistema preciso (por ejemplo, la dialéctica, la religión, la economía, la metafísica, etc.). Si la construcción de un modelo analítico es más difícil, más rico será el resultado de esta aplicación, no teniendo que funcionar en dirección a la construcción de un partido, ni en defensa de un orden preestablecido.

Una conclusión tosca sería la que ligase la clase obrera a una eliminación progresiva del sentimiento religioso que da lugar a la necesidad de una «guía». Todo intento de hacerlo «por uno mismo» es para nosotros un signo de actuar en primera persona sobre la situación de explotación. La lucha, tomada en sí misma, como el fenómeno de una masa amorfa más o menos sensibilizada bajo las enseñanzas de una iglesia o partido, no es suficiente para definir una clase. Ni es el proceso de producción, tomado como un todo, como un reparto preciso de la propiedad de los medios de producción excluyendo a una parte de la raza humana, suficiente para definir una clase.

Los marxistas pueden también hablar de «conciencia» de clase, el término no nos molesta. Pero no por esto debemos ser arrastrados a sus argumentos filosóficos sobre este pseudo-problema. A menudo hemos dicho que la autonomía del individuo está determinada por su aceptación de la responsabilidad en la toma de decisiones concernientes a su vida: esta responsabilización puede también ser llamada «conciencia». Sería preferible definirla como «voluntad». La voluntad para hacerlo por uno mismo, la voluntad para intervenir en primera persona, la voluntad para romper el círculo hechizado de la religiosidad, la voluntad para derrocar la tradición, la voluntad de romper con las órdenes de arriba: en una palabra, la voluntad para construir la propia autonomía. Y es aquí que el discurso sobre la autonomía del individuo se encuentra con el de la autonomía de la clase obrera.

LA MINORÍA ACTIVA

La conclusión de la autonomía de la clase obrera nos llega, como hemos visto, a partir de la imposibilidad de quebrar el círculo contrarrevolucionario de otro modo. Que esta imposibilidad se suponga debida a un pretendido proceso histórico es algo que no nos concierne. La autonomía de los trabajadores no es otra «forma» filosófica como muchas otras, es una necesidad objetiva. Los trabajadores deben mirar por sus propios intereses: el estímulo religioso hacia un delegado para que se ocupe de sus intereses debe combatirse.

Aquí surge una cuestión. ¿Qué determina el nacimiento y desarrollo de la organización autónoma de lucha dentro de la clase obrera? ¿Es automática, una consecuencia directa de la imposibilidad de una salida revolucionaria debido a la «santa alianza» entre el capital, los partidos y los sindicatos? ¿O existe una minoría precisa, actuando dentro de las masas, desarrollando una clarificación progresiva de los peligros, obstáculos y posibilidades: es decir, impulsando a las masas a actuar por sí mismas?

La respuesta más exacta sería una ilustración de los dos factores, uno junto al otro. Pero en la práctica el problema más serio que se levanta es el del carácter histórico preciso del proletariado industrial y su papel «hegemónico» en la perspectiva revolucionaria. Les parecería a algunos que sin el nacimiento del proletariado industrial la tendencia a la organización autónoma no habría tenido lugar. Nosotros encontramos tal razonamiento curioso por dos razones: primero, insiste en dar al proletariado industrial el papel histórico de «guía», y propone una alternativa ilógica en la historia, la posibilidad de una «no existencia» del proletariado. Pero el proletariado existe. La industria y su desarrollo tienen su lugar en la historia, la revolución industrial determinó el nacimiento del capitalismo y éste ha evolucionado hasta el día presente como sabemos, y muestra claros signos de ir en una cierta dirección. Todo esto conduce a una simplificación de nuestro problema. Una gran parte de la clase obrera está hoy constituida por el proletariado industrial. Está directamente ligada en su configuración como clase al desarrollo de la revolución industrial, que es lógica. Pero no entendemos cómo a partir de esto podemos pasar a la afirmación de que los obreros industriales deben jugar un papel predominante sobre el resto de la clase obrera. No sólo eso, no entendemos la segunda cuestión: por qué la autonomía sólo puede surgir dentro del proletariado industrial.

Si admitimos tal razonamiento, debemos admitir que la crisis del capitalismo es una crisis «mortal», y no una «transformación». Si el proletariado industrial es el margen más sensible de la clase obrera, ellos también serían los más aptos para percibir la enfermedad del capitalismo y para oponerse a él con una forma de lucha específica, es decir, la organización autónoma. Los otros estratos, por ejemplo, los campesinos, no estando inmediatamente en contacto con el estrato privilegiado de la producción, no atenderían a estos estímulos, y la posibilidad de autonomía no surgiría. No nos parece que el capitalismo esté en una «crisis mortal». Al contrario, nos parece que su fortaleza está tan viva y vigorosa como siempre. Es muy evidente que la crisis se está manifestando como una crisis pasiva, una evolución hacia un tipo muy diferente de capitalismo mucho más capaz y eficiente que el actual. Por consiguiente, no podemos hablar en términos de una «crisis final». No obstante, una tendencia a la organización obrera autónoma existe. De hecho, la actual posición de los reformistas (los partidos y los sindicatos) no es una «respuesta» a la «crisis final» del capitalismo más de lo que lo es la autonomía proletaria. La colaboración de los sindicatos y los partidos no es una nueva estrategia, sino que es la respuesta normal de instituciones en desarrollo a aquellos en el poder. Les gustaría destruir a los últimos, pero deben permitirles subsistir de modo que el cambio pueda producirse con el menor daño posible a la estructura; de otra manera la elite ascendente, cuando llegasen al poder, se encontrarían ellos mismos con un montón de escombros en sus manos. Ésta es la posición real de los reformistas. De la misma manera, la autonomía de la clase obrera, planteada como la posibilidad subyacente de la lucha, no se deriva de la «crisis final» del capitalismo, sino que es parte de los constantes intentos de la clase para liberarse a sí misma de la explotación. En este sentido, podemos ver cómo los trabajadores siempre han buscado organizaciones nuevas y autónomas en contraste con las precedentes (caducas o absorbidas por el sistema), con el fin de sobrevivir o de luchar, y podemos ver también cómo estas organizaciones se han dejado en manos de la elite ascendente, han alcanzado el poder, y han negado el ejemplo autónomo de la base de los trabajadores.

Debemos estudiar, por lo tanto, más estrechamente este mecanismo de «depositar» la autonomía en manos de los «dirigentes» y partidos-guía. Debemos examinar las causas de esta «religiosidad», las motivaciones irracionales que actúan y se convierten en una parte de la estructura, la falta de confianza en sí mismas que parece afligir a las masas, arrojándolas en manos de los reformistas.

Hemos preguntado cuál podría ser el papel de una minoría activa dentro de la perspectiva de la autonomía de la clase obrera. La conclusión es una constante medición de las fuerzas que determinan el fracaso de autonomía de clase, es decir, las fuerzas que quizás hemos resumido incorrectamente como la «religiosidad» para subrayar su esencia irracional. Es imposible teorizar en abstracto la formación de un grupo minoritario anarquista que actúe sobre las masas más allá del nivel de sus propios intereses. En lo que podemos estar de acuerdo es sobre la esencia y el contenido de esos intereses. La cortina de humo estirada por los reformistas está impidiendo una evaluación apropiada de los intereses de los trabajadores mucho más drásticamente de lo que el poder brutal de los patrones y los fascistas lo ha hecho en el pasado. La alianza de la socialdemocracia con los patrones es el peor obstáculo imaginable en el camino de la libertad de los trabajadores.

Debemos, por consiguiente, establecer un punto de referencia para la acción anarquista dentro del campo de la autonomía de los trabajadores. Éste puede encontrarse en los intereses objetivos de éstos últimos, cuya clarificación constituye la contribución inicial de la minoría anarquista. Pero esto no significa dentro de la perspectiva de la «dirección» que, si bien es adoptada por la tendencia anarquista más ortodoxa, acabaría por trazar la senda de la socialdemocracia, agente de la estructura de poder. Significa, por el contrario, acción dentro del movimiento obrero mismo, acción partiendo del concepto de la autonomía y la organización autónoma concerniente a los intereses de los trabajadores, y ligada al concepto de la autonomía individual, vuelta a la vida a través de la perspectiva de clase de la liberación revolucionaria.

El fracaso de tantos y tantos casos concretos consiste en que la acción de los anarquistas, si bien clara a un cierto nivel analítico, a menudo yerra en la elección de los medios. Esta decisión alza toda la cuestión de los fines que han de lograrse. Atacar el proyecto de los partidos y los sindicatos requiere una idea clara de los medios a ser empleados en la lucha, y no sólo un postergamiento ciego a la espontaneidad de los obreros. El problema de la autonomía no está separado del problema de la elección de los medios en la lucha: los dos están ligados, y se condicionan a su vez entre sí. La perspectiva violenta, la acción directa de los obreros como el sabotaje, la destrucción del trabajo, etc., no son acciones «más a la izquierda» que algunas otras supuestamente de izquierda. Son elecciones precisas dictadas por la autonomía del interés, elecciones donde la presencia activa de anarquistas es de muchísima importancia.

Debemos ahora detenernos y reflexionar cuidadosamente sobre el problema de los «intereses» de los trabajadores. Si van a emerger, como en el análisis marxista, de una situación concreta –el dominio del capital– se podría hablar, con un esfuerzo lógico, de «intereses en sí mismos», correspondientes a la «clase para sí». Pero estos intereses sólo son realmente los de la clase obrera a condición de que ella los reconozca como tales y se las arregle para vencer los obstáculos construidos deliberadamente por el Estado, rechace las falsas propuestas de los reformistas, y así sucesivamente. En otras palabras, nosotros vemos un aspecto voluntarista en la acción autónoma de los obreros, un aspecto que alcanza el centro de los intereses «objetivos» de la clase, pero sólo a condición de que esto se logre a través de la lucha y la sensibilización. Y es aquí donde encaja la acción positiva de los anarquistas. Volverse consciente de los propios intereses, un redescubrimiento subjetivo en forma objetiva, es la condición esencial para la verificación de la revolución social sin un pasaje previo por el comunismo de Estado.

Otro aspecto de la acción anarquista en el campo de la autonomía es el dirigido a la clarificación de la relación con el poder, de la que emerge la solución al problema ya mencionado de la religiosidad de la «guía».

El poder no se solidifica en un punto preciso de las fuerzas de la reacción. Afloran diferencias sustanciales entre los capitalistas, la burocracia, la clase media y la pequeña burguesía, los intelectuales y otros elementos, dentro de un marco muy complejo. No menos diferencias sustanciales existen entre los partidos en el gobierno, los partidos reformistas, los sindicatos y los órganos represivos del capital (el ejército, la policía, la judicatura, los fascistas, etc.). Pero, más allá de las diferencias específicas en la constitución y el empleo, todas estas fuerzas están unidas por la necesidad básica de toda organización del poder: la supervivencia. Luchan en primer lugar por su propia supervivencia y autoperpetuación en la situación que hace posible su existencia; entonces, para hacer más fácil esta supervivencia, pasan a una fase de desarrollo y a un deseo de un dominio siempre mayores.

Que la doctrina marxista es la expresión de una cierta clase media que aspira al poder y a la superación del obstáculo final que le separa de él, es una hipótesis atractiva y válida, pero una que necesita ser llevada a una mayor profundidad en nuestra opinión. No podemos estar de acuerdo en ver esto como algo a encontrar exclusivamente en las actitudes e intereses de la mediana y pequeña burguesía. Un reflejo igualmente importante existe en el residuo irracional dentro de la clase obrera, y que permite el desarrollo de los intereses de esa clase intermedia que aspira al poder. En este caso, la elite ascendente no es el conjunto de la mediana o pequeña burguesía, sino una minoría de entre ellas, los partidos políticos y los sindicatos, que se definen a sí mismos como los representantes de los intereses de los trabajadores y de la burguesía menos dotada financieramente.

Es por esta razón que, las acciones de los anarquistas en términos de una minoría activa, no deben definirse como una vanguardia sensible a un cierto nivel de lucha, autorizándoles a representar a las masas. Esto abriría el camino a la acción violenta como fin en sí mismo, con la pretensión de que ello podría inducir desde fuera el movimiento de los trabajadores como consecuencia de ciertas acciones «ejemplares» en su mismo aislamiento. El principio mismo de la autogestión y de la acción directa de los trabajadores como patrimonio de las masas explotadas –y no la prerrogativa de una minoría– contrastaría con tal visión parcial de la tarea revolucionaria.

LAS RELACIONES DENTRO DE LA CLASE OBRERA

La «religiosidad» de que hemos hablado no es la única característica de la clase obrera. Éste es más un sentimiento básico que un elemento preciso, algo irracional persistiendo dentro de la clase, y que encuentra su origen en la explotación misma. Se concreta en la demanda de «venganza», un tipo de milenarismo que acompaña a cada tipo de religión, y en la evaluación positiva de ciertos principios compartidos con el enemigo –los cuales el último es acusado de haber profanado–.

Permítasenos tomar un ejemplo histórico. En la edad media los campesinos alemanes se levantaron contra los señores y la Iglesia, demandando venganza por el sufrimiento y la privación a que siempre habían estado sujetos, pero pidiendo al mismo tiempo la restauración del principio cristiano de pobreza y moralidad en las costumbres, profanado tanto por los señores como por la Iglesia. Estaban luchando, por consiguiente, en nombre de un deseo de venganza, poniéndose por ello -con gran reticencia en este caso- en manos de un lider, en nombre de un código moral compartido con los explotadores que eran considerados profanos por el pueblo.

Hoy, cambiando las condiciones de producción y la composición de las clases involucradas en el conflicto social, estas relaciones permanecen constantes dentro de la clase obrera. Primero de todo, la religiosidad; luego, la moral. La primera es la condición esencial para caer una vez más en manos de una elite que aspira a la conquista del poder y a negar la existencia de la autonomía; la segunda es la condición para operar una selección radical dentro de la clase obrera misma, estableciendo la existencia de un estrado privilegiado que pueda luego ser el primero en ser instrumentalizado por la elite ascendente.

La razón es simple. Los valores morales de los tenderos burgueses persisten dentro de la clase obrera. Sobre esta base existe una división entre los trabajadores «especializados» y «manuales», entre trabajadores profesionalmente cualificados que tienen un pasado decente, «honorable» y socialmente estimado, y aquellos que viven día a día, la llamada chusma, usualmente presente en las grandes ciudades. El marxismo, producto típico de la mentalidad moral de la burguesía, siempre ha insistido en este punto, relegando el lumpen-proletariado a los márgenes del discurso revolucionario, considerándoles con sospecha, lavando sus manos cada vez que se ven obligados a aproximarse a ellos. Más serio es el hecho de que esto no es sólo un componente literario perteneciente a los sacerdotes de la iglesia marxista, sino que es también un sentimiento común entre la masa, uno de los muchos factores de los orígenes corporativos que, en ausencia de interés, no ha sido combatido por los reformistas. La colaboración de los últimos ha impedido, de hecho, cualquier acción capaz de confrontar al Estado con una situación de conflicto no-recuperable. Tenemos así: la religiosidad en general, que determina la aceptación de un lider identificado en la elite ascendente, y la moral residual que causa una profunda división dentro del movimiento autónomo de los trabajadores, colocando los fundamentos para su instrumentalización por la futura estructura de poder.

La primera consecuencia de este residuo moral es el rechazo de cualquier tendencia espontánea en la organización de la lucha, de cualquier recurso a la ilegalidad, de cualquier acción más allá de los «cánones» de la moralidad actual, diestramente explotada por la burguesía durante muchos siglos. La división dentro del movimiento obrero causa una división en la opción de estrategia a ser usada en la lucha. La condenación indiscriminada del uso de criminalidad es un ejemplo notable de esta perspectiva. No queremos aquí hacer nuestro un argumento que requeriría entrar en gran detalle. Sólo queremos decir que las semillas de la moral burguesa, si no se erradican a tiempo, son lo suficientemente serias para causar una fractura de considerable importancia. Entrando en el problema, comprendemos que, si la «religiosidad» de la venganza es esencialmente fruto de la explotación y pertenece, por lo tanto, a la clase de los productores mismos, la concepción moral burguesa no es fruto de la explotación, sino que alcanza a la clase de los productores a través de su contaminación desde la clase pequeñoburguesa, no fácilmente distinguible de ellos mismos.

Todos los modelos que llenan las páginas de los marxistas no ayudan ciertamente a clarificar esta distinción. La clase pequeñoburguesa consiste en tenderos (distribución), administradores (control/mando) y policía (represión). Los tenderos representan a la burguesía tradicional con sus formas anticuadas de distribución, y están en proceso de ser transformados, por lo menos en los países capitalistas avanzados. Su pensamiento moral se difunde entre otros estratos, por ejemplo entre los obreros especializados. Los administradores representan la parte que controla la circulación del plusvalor extraído por los capitalistas. Ésta es la clase más obtusa y retrógrada, la más atada a una visión de la vida basada en los valores del pasado, y cuidadosa en defender los privilegios que ha obtenido hasta ahora. En la fase creciente de la fuerza contractual del Estado, esta clase se identifica con la burocracia. La clase policial comprende todos los elementos de represión. Incluidos en esta clase están los políticos, los funcionarios sindicales, la fuerza policial, los sacerdotes y todos aquellos que viven en los márgenes de la clase productora, reprimiendo o ayudando a reprimir cualquier ejemplo de revuelta. Todas estas valientes personas exaltan y garantizan la continuación de la moralidad burguesa. El estrato de los productores privilegiados, aproximadamente identificable con el proletariado industrial por su situación y privilegio, termina por aceptar estas morales, imponiéndoselas al lumpen-proletariado con su juicio negativo.

De la misma manera la ideología del trabajo y la producción es importada de la clase de la pequeña burguesía. El trabajo ético, típicamente burgués, de nuevo abarca a una gran parte de la clase productora con su condición esencial: la salvaguarda de la producción. Claramente aquellos que tienen el mayor interés en la difusión de tal ideología son los burgueses mismos y los estratos que salvaguardan su existencia. Un paralelismo instructivo podría trazarse entre la moral burguesa, la ideología de la producción y el marxismo. En cualquier caso, no podemos negar que incluso este aspecto constituye un gran problema, alienado por los intereses específicos de la burguesía y los partidos a su servicio.

Pero las relaciones dentro de la clase obrera están marcadas por cambios constantes en las relaciones de producción. El análisis de las últimas nos permite identificar el desarrollo de la defensa contra la explotación dentro de la clase; cómo esta explotación, aunque constante, no siempre se expresa de la misma manera. Los obreros se defienden y atacan a sus explotadores, pero este combate y ofensiva toma aspectos diferentes en relación al desarrollo de la acumulación –la acumulación en el sentido del resultado último del capitalismo–.

Hoy, dentro de la muy compleja estructura del capitalismo avanzado, sería un error no ver claramente la interdependencia que existe entre las clases productoras de los diferentes países debido a los entrelazamientos del capitalismo a nivel internacional. Esta interdependencia existe a dos niveles: primero, como explotación desigual que depende de si capitalismo está en una fase avanzada o subdesarrollada, y segundo, de acuerdo con el desarrollo desigual del capitalismo dentro de cada país. La relación entre el centro y la periferia a un nivel mundial e internacional condiciona las relaciones dentro de la clase obrera.

En Italia podemos ver un cierto tipo de relación de fuerza entre los patrones y los productores, pero no podemos cristalizar esto en un modelo válido para todo el país. En primer lugar, debemos verla en relación a la situación internacional. En segundo lugar, debemos verla en relación al Sur de Italia. Por esta razón la estructura autónoma de la lucha no debe cerrarse dentro de la dimensión de la fabricación, sino que debe incluir la situación de conflicto internacional y nacional.

El problema no es fácil. Muchos camaradas lo han visto sólo como un problema de equilibrio político. A nosotros nos parece que, aunque sigue siendo un problema político, también supone un importante problema técnico como parte de cómo organizar la lucha desde un punto de vista autónomo. Permítasenos intentar entrar en esto un poco más.

Los grupos de productores que, como hemos visto, están haciendo planes para una lucha basada en la autonomía, es decir, en el rechazo de un intermediario tal como los partidos y los sindicatos, deben conocer la capacidad productiva del complejo de fabricación o agrícola, y cómo adaptar su lucha en relación a la gestión autónoma basada en la elección de las perspectivas de la producción (la distribución racional del trabajo). Para hacer esto es necesario saber que la plusvalía puede formarse fuera de la situación de la fabricación y de la agricultura, extraída directamente a través de la situación de subdesarrollo en que es mantenida una parte del territorio nacional (o una parte del mundo). En otras palabras, el cálculo económico basado en la autonomía, y por consiguiente la posibilidad misma de una futura forma comunista de producción, y la base de las luchas autónomas de hoy, debe tener en mente no sólo la extracción de beneficio en el centro del complejo capitalista, sino también el que se logra mediante la simple existencia de un centro y una periferia.

La situación colonialista e imperialista abre vastos horizontes para la recuperación y la acumulación comunista (que no debe ser confundida con la de tipo capitalista o capitalista de Estado), que debe clarificarse para entender esa autonomía no sólo como un factor contingente, un modo de construir la lucha, sólo para ponerla en manos de una elite ascendente, sino que es un nuevo modo de concebir las relaciones de producción, un modo revolucionario de eliminar completamente el plusvalor derivado de la explotación. Pero la presencia de una periferia no es sólo un hecho objetivo, afecta también a la realidad subjetiva: los hombres y mujeres que sufren increíblemente, explotados como bestias, que mueren de hambre. Hombres y mujeres que viven de la oportunidad, marcados con la estampa infame de la criminalidad. Esto constituye toda una área explosiva que el capitalismo, a un nivel nacional e internacional, está abatiendo con la policía y el ejército, con porras y bombas, con todos los medios y sin piedad. Pero esto es, al mismo tiempo, una periferia que está intentando abrir el camino hacia una nueva sociedad, viéndola mucho más cercana de lo que normalmente se cree, porque no es vista a través de las lentes deformantes de la «profesionalidad». Ellos están empezando a reconstruir la fe que habían perdido, una fe que se coloca en contraste con la «religiosidad» y aquellos que la instrumentalizan: los partidos y los sindicatos.

No tener en cuenta esta realidad dualista, significa no entender que incluso la acción autónoma puede caer en la contradicción del particularismo y el racismo. Incluso los consejos obreros revolucionarios, si están compuestos por trabajadores cerrados dentro de su «especialización», no vitalizados oportunamente por la presencia de una minoría activa que estén contra la idea del partido y del sindicato –expresiones de un centro industrial que mira con desdén a la periferia subdesarrollada– pueden en breve convertirse en consejos obreros imperialistas, antesala de la instrumentalización por los partidos y de una forma aún más terrible de explotación.