José Domingo Gómez Rojas
(o Cuando la patria mata)
A 90 años de su último viaje.
El anarquista.
Los oradores hablaban con acento sombrío y con aires de solemnidad anunciaban las revueltas y paraísos que el futuro, inevitable entonces, traería. Las metáforas corrían a destajo. La multitud escuchaba atenta, acaso creía a ratos lo que allí se decía. O quizás no. Era el Primero de Mayo de 1913. Valparaíso estaba paralizado y quince mil almas rememoraban con su presencia en la avenida Brasil a los mártires de Chicago.
Acabó de hablar el anarquista Pedro Ortúzar y con una amable alegoría presentó al siguiente tribuno, a quien prometió joven y de vigorosa personalidad. Dicen que cuando José Domingo Gómez Rojas subió a la tribuna, “el pueblo prorrumpió en una ovación delirante”. Aquel muchachito moreno y de cuerpo delgado, que apenas bordeaba los 17 años, era la promesa literaria de los libertarios de entonces. Meses atrás había publicado un librito de poemas al que llamó Rebeldías Líricas y en esos tiempos su presencia y palabra era obligada en las veladas culturales obreras del puerto y la capital. Su discurso el Primero de Mayo fue guardado entre vivas y aplausos. No sería la última vez, en todo caso.
Junto a José Santos González Vera y Manuel Rojas, también jóvenes, también literatos, participaba de la redacción del periódico anarquista La Batalla (1912-1916) que se editaba en Santiago. Ese mismo 1913 la vida lo reunió además con Antonio Acevedo Hernández, a quien incentivó a escribir y publicar sus dramas teatrales. Ya lo había hecho con Manuel Rojas y González Vera con positivos resultados. “Era generoso (recordaba éste último), jamás rebajaba la valía ajena y afanábase a que sus amigos fuesen escritores o artistas. A todos les descubría vocación”.
Chumingo, Gómez Rojas, Poeta Cohete, Fray Chicote, Daniel Vásquez, distintos nombres todos, pero un solo hombre. Gómez Rojas fue una personalidad compleja. Ni entre los mismos anarquistas encajaba del todo. En sus letras y en sus actos mezclaba diferentes concepciones del mundo, algunas de ellas irreconciliables entre sí, y sus amistades iban desde obreros y crotos autodidactas, hasta los ilustrados estudiantes de la FECH, pasando por socialistas, cristianos protestantes y jóvenes del Partido Radical. No por nada Acevedo Hernández diría de él que “tenía la virtud o defecto, de estar en todas partes. ¡En todas partes!”. Y eso le valió la vida, habría que agregar.
La patria y la muerte
Vino el año veinte y con él la tormenta para los sindicalistas de tendencia libertaria y los estudiantes de la Fech. En julio rumores no confirmados hicieron creer que Perú atacaría a Chile y por ello fueron movilizados 15 mil reservistas a la frontera norte. Era la Guerra de Don Ladislao. La Fech, junto a socialistas y anarquistas, dudó del llamado a las armas apelando a su antimilitarismo e internacionalismo. La respuesta no esperó. El 21 de Julio la juventud conservadora y patriotera asaltó la sede universitaria en pleno centro de la capital. Paralelo a ello el Estado procesó a la sección chilena de la central anarcosindicalista Industrial Workers of The World (IWW), a la que se juzgó por asociación ilícita, terrorista y al supuesto servicio del Perú. Gómez Rojas, quien figuraba como vocal en aquella organización, fue hecho prisionero.
¿Es usted anarquista?”– le preguntó el Juez Astorquiza en Tribunales. “No tengo –respondió el muchacho- la fortaleza moral para ser digno de tal titulo”. El abogado Carlos Vicuña recuerda que desde entonces el odio al poeta se hizo personal para el Magistrado. Y que, entre tantas otras reprimendas, llegó a golpearlo durante una visita a la penitenciaría porque el insolente subversivo paseaba fumando frente a su presencia.
La cárcel fue un infierno para el poeta. “Hace veinte días no leo un solo libro; no escribo un solo verso; no anoto una impresión y la vida, hermano, me golpea brutalmente, rudamente!” –clamaba a un amigo. El encierro y los malos tratos fueron tensionando sus pensamientos hasta que su mente ya no pudo resistir. Cuenta González Vera que: “Un loco que habita la celda paredaña golpea, sin cesar, el catre, treinta, setenta horas. Gómez Rojas lleva la cuenta hasta los diez mil golpes, y comienza a sufrir terrores y grita. Le conducen a la Casa de Orates y ahí muere”. Eran las 10:30 en la mañana de un frío 29 de Septiembre de 1920. Se declaró la huelga general en la capital y el 1º de Octubre su cuerpo fue sepultado, y según dicen, acompañado de unas 50 mil personas. El crimen no tenía nombre, la patria había muerto a un hombre libre. 24 años acabaron en dos meses.
El cristo de los ateos
“Lo que uno ama, lo ama religiosamente” -decía González Vera respecto al fervor de los anarquistas de aquel tiempo para con su causa y los suyos. Y algo de razón tenía. Entre los ateos del Partido Radical, los grupos anticlericales de la FECH y los mismos libertarios, Gómez Rojas fue sublimado a mártir. Su nombre era el testimonio de la libertad y su muerte de la brutalidad estatal. Quizás no fue el mejor de los poetas, pero su figura fue la más recordada de esa generación. Muchos centros obreros y grupos culturales llevaron su nombre en distintas partes del país. Sus poemas fueron reeditados. Fue santificado. Tiene una plazoleta… Y hasta el día de hoy, hay quienes porfían con su recuerdo.
Manuel de la Tierra
Grupo El Surco